San Vicente de Tagua Tagua. Miércoles a las 12 del día. De fondo, se escuchan los pájaros cantar fuerte y el cielo azul se roba la película. Algunos charcos en el suelo revelan la lluvia de la noche anterior y el olor del romero rastrero hace recordar una vez más que es mitad de semana y estamos en el campo. En la cocina, un queque recién salido del horno al lado de unas tazas y una cafetera dan la bienvenida a esta casa. “Para mí, el campo es el lugar de mayor ocio que existe, acá no hay preocupaciones. Si me preguntan ¿qué haces en el campo?, yo digo: nada. Y decir nada hoy día es un lujo”, cuenta la dueña de casa.
Intensa y con una energía como pocas veces se ve, mientras está en Santiago no para, pero cuando logra escaparse a San Vicente el panorama cambia drásticamente. La vida en familia es la prioridad y el disfrutar de las cosas simples, la actividad favorita. Los niños andan a caballo, juegan en el jardín, andan en bicicleta… “Yo quería un lugar que fuera básicamente como mi guarida, que fuera muy fácil de estar, muy fácil de mantener y acogiera a mucha gente”, cuenta. Siempre ha sido así; lo heredó de su mamá. “La casa de mis papás siempre ha sido tremendamente abierta. Tú pasas en cualquier momento del día y hay gente”, dice.
Por eso, uno de los principales requerimientos a la hora de construirse esta casa fue que permitiera un lugar de encuentro muy entretenido, sin muchos límites, con espacios abiertos. “Estos lugares permiten que uno tenga una vida de familia más profunda”, dice. Acá la cocina, el comedor, el living y la salita están en un gran espacio, sólo separados por un pilar y una chimenea.
“Para mí el tema de la cercanía con la tierra es muy potente”, dice la dueña de casa, que vivió en Parral hasta los seis años. Aunque era chica cuando se fue a Santiago, todavía recuerda perfecto ese tiempo en el campo, y dice que la marcó. Esa fue una de las razones para construirse esta casa. La otra fue un tema familiar, un volver a las raíces. “Este campo era de mi abuelo, que era un tipo brillante. Tenía viñas plantadas en los cerros, un gallinero enorme, tenía caballos porque jugaba mucho polo. Era un lugar genial y súper familiar, y en un momento dije ‘aquí quiero envejecer’”, cuenta.
El proyecto, a cargo del arquitecto Ignacio Correa, le dio nueva vida a la idea original que su dueña tenía para esta casa. “Más que requerimientos prácticos, le dije cosas súper emocionales, quería que él me interpretara. Antes de pedirle el encargo, dibujé la casa pensando en cómo podía resultar. Y cuando me hizo la primera presentación del proyecto, caí a lo largo y me entregué en manos de él”, cuenta. “Acá hay muy poco de mí en lo arquitectónico, pero absolutamente todo en el requerimiento emocional y de experiencia que quería tener con la casa”.
De las pocas cosas que le pidió a Ignacio, hubo dos que fueron clave: un patio interior como uno donde jugaba cuando chica y una galería, para que los niños pudieran andar en bicicleta, patinar y jugar fútbol en invierno. El resultado fue una casa que se ve muy moderna, con una forma nada de tradicional, pero que realmente hace sentir como en una casa de campo. Para la construcción trabajaron sólo con maestros locales, que fueron aprendiendo de a poco cómo hacer un encargo tan simple y complejo como éste. Toda la casa está hecha en pino y el emplazamiento fue pensado para que abrazara el cerro, creando el patio interior que tanto querían. A pesar que era una construcción bastante simple, el proceso duró cerca de ocho meses, tiempo que la dueña de casa aprovechó para ir juntando cosas para darle vida. Se compró un mueble en el Bío Bío, unas camas de bronce en una venta de bodega, sacó la antigua mesa de repostero de su cocina en Santiago y la convirtió en la mesa del comedor… Cuando llegó el momento de cambiarse, ya había juntado un buen botín que le sirvió para armar el grueso de la casa. El resto se fue dando de a poco. “Encuentro que la decoración tiene que ver mucho con la vida y todo va cambiando, todo circula. Soy mucho como mi mamá en ese sentido; allá lo que un día era living al otro día puede ser un baño, y el sofá estar transformado en cama”, dice.
En la pieza de los niños les armó el club perfecto: muchas camas, una al lado de la otra, donde empiezan las mejores guerras de cojines entre los primos. Y aprovechando la cercanía con la casa de sus papás, que está a pocos metros de ahí, los niños tienen libertad total. No es raro que en las mañanas, cuando la dueña de casa se despierta, las camas de sus hijos estén deshechas y vacías, porque apenas abrieron un ojo se pusieron las botas de agua y se fueron donde sus abuelos. Ahí los encuentra, a todos acostados en la cama, viendo monos en la tele. “La casa podría haber estado en cualquier lugar del campo, pero al final estuvo súper presente la idea de seguir haciendo nido”.