La aproximación es lenta, pausada. La Casa Mirador está sobre una pequeña colina a la cual se llega subiendo unas gradas que tienen la distancia justa como para permitir el descanso y disfrutar el paisaje. El viento es fuerte y se hace evidente con la presencia de un espino centenario retorcido escultóricamente. Atrás va quedando el estrés de la vida cotidiana; a medida que se sube, uno se sumerge en olores (a lavandas, a tierra), en colores, en una sensación de relajo exquisita que prepara para lo que está por venir.
Y es que claro, esta no es una casa cualquiera. De hecho, no es una casa, aunque está planteada como tal. Es más bien un lugar para recibir gente y hacer catas de vino, pero con una connotación casera, de manera que los anfitriones –en general los dueños de la viña– puedan atender a sus invitados como si estuvieran en su propia casa.
El arquitecto del proyecto fue Matías Zegers, quien logró imprimirle ese sello íntimo pese a las enormes dimensiones que lo componen. “La sensación cuando llegas a este lugar es como si llegaras a un asentamiento ancestral, inmerso en el paisaje, pero con una imagen deliberadamente contemporánea”, explica Zegers. “Es una construcción sencilla de dos volúmenes, pero que tiene un relato espacial muy entretenido y que en todo momento sorprende. La entrada es por una puerta muy chica que da a un patio muy estrecho y alto, que contrasta con la amplia vista al valle que tenías hace un momento. El cielo se ve recortado y una fuente de agua entrega un sonido muy suave… de alguna manera te baja las revoluciones y te prepara para lo que viene”.
Luego se entra al living, que es el lugar más oscuro de la casa gracias a que sólo hay una ventana horizontal larga y baja que entrega una vista panorámica recortada. Una gran chimenea y el bar son los encargados de dar el ambiente acogedor que los dueños perseguían y que se completa con una decoración precisa, donde la mayoría de los muebles son franceses e italianos.
Desde este lugar sencillo y contenido se llega al comedor, el lugar central de la casa y que es todo lo opuesto al living que se podría esperar. Aquí todo es luz; de hecho, da la sensación de estar afuera otra vez, gracias a la ausencia de marcos en los inmensos ventanales. Una mesa de seis metros de largo –hecha de un ciprés de 200 años y diseñada por el mismo arquitecto– es el lugar perfecto para hacer la cata de vino. Más allá, un enorme bloque de hormigón negro esconde la cocina.
Al salir del comedor, se llega a un patio amurallado en el cual está el quincho. Recubierto de piedrecilla y con un antiguo olivo en el centro, es un lugar casi espiritual. “Es bien consecuente con lo que quisimos hacer en términos de experiencia”, explica Zegers. “La idea es que permita un momento de introspección. Si estás catando vinos, estás metido en la viña y me gusta pensar que la arquitectura debe ser silenciosa, un soporte para experimentar los lugares de una manera potente y conectada con los sentidos”.
El paisajismo estuvo a cargo de Bernardo Valdés, de Mapa Arquitectos, quien –contrario a lo que podría esperarse– optó por un diseño que no pareciera natural. Una aureola gigante de piedras, flores y plantas con olor rodea la casa, con la firme intención de ayudar en la experiencia de estimular los sentidos.