La artista Sol Correa se declara compulsivamente cachurera y coleccionista innata. Dice que le encanta comprar cosas lindas como libros, arte y globos terráqueos –“esos sí que son mi locura”, confiesa–, y recorre las ferias desde que estaba en el colegio: “En los cachureos de Mapocho se ríen de mí, porque dicen que me conocen desde que usaba uniforme”, cuenta. A esa edad, cuando muchas estaban pensando en la tenida para la fiesta del fin de semana o en la banda de moda, Sol se dedicaba a coleccionar. Cuenta que un día, a los 15 años, llegó a su casa con una banqueta que permutó en una tienda en Encomenderos. Su mamá la miró y le preguntó ¿dónde vas a meter eso? Sol le dijo que no sabía, pero que le gustaba.
Hoy, esa misma banqueta está instaladísima en su casa de Pirque, la que compró en 1998. La construcción fue hecha por Patricio y Claudio Guzmán, parte de una familia que, según Sol, tiene a los mejores constructores, arquitectos y artistas. “Son todos genios”, remata. Junto a la banqueta se pueden encontrar cientos de cuadros –muchos intercambiados con otros amigos artistas como Bororo y Samy Benmayor–, cojines que ha recolectado a lo largo de la vida, recuerdos de viajes y, por supuesto, hallazgos que ha descubierto en sus recorridos por cuanto mercadillo se cruza en su camino. Cada vez que viaja, lo primero que pregunta es dónde están los flea markets.
Lo que más le gustó de esta casa apenas la vio fueron los espacios, la altura y la luz que entra por los ventanales. Pocos días después de comprarla, y antes siquiera de haber hecho algún arreglo, se quemó la casa de un vecino en la mitad de la noche. Apenas se enteró, lo contactó y, aunque no lo conocía, le ofreció su casa hasta que arreglara los daños provocados por el incendio. “Yo creo que esta casa te devuelve mucha de esa buena onda, por eso encuentras mucha paz y mucha felicidad”, cuenta Sol.
Después de recuperarla, empezó la remodelación junto a su hijo Diego Román, que en esa época estaba estudiando arquitectura. Hicieron libreros en obra, un clóset grande y un sauna, agrandaron la cocina y construyeron una bodega con baño. Y así, de a poco, Sol la fue convirtiendo en su lugar, “un espacio de color, de amor y de luz”. Esta no es una casa estirada, esta es una casa que se goza y se vive entera. La cocina es uno de los puntos de encuentro –tanto la dueña de casa como sus hijos son muy buenos cocineros–, igual que el living, el taller, los dormitorios… “¡Hasta en los peldaños de la escalera nos sentamos a conversar!”, dice Sol muerta de la risa.
Como es coleccionista y busquilla, la decoración fue su trabajo ideal. Juntó un par de sofás que se trajo de Canadá con sitiales antiguos retapizados en cotelé naranja, muebles heredados y un chaise longue de Le Corbusier. Acá nada parece estar demasiado pensado, pero todo funciona. La casa es acogedora, vivida y vivible, y basta entrar para querer quedarse ahí todo el fin de semana. Uno de los espacios favoritos de Sol es el “rincón marroquí”, parte de la remodelación que hicieron con su hijo. Es un espacio que está junto al living, un nivel más abajo, con un sillón redondo construido en obra. Encima, Sol le puso unas colchonetas blancas y lo llenó con los cojines que había recolectado durante la vida para convertirlo en un sofá “dormible”. Cada vez que encuentra un cojín nuevo que le gusta, lo compra y lo tira en el montón. En este lugar siempre hay algo para comer, velas, un buen fuego y conversación o siesta, dependiendo del ánimo y la hora.
El jardín, lleno de frutales, flores y árboles, es otro de los favoritos de la dueña de casa, porque lo hizo sola, tal como quería. Ahí y en las terrazas que recorren todo el lugar disfruta junto a su familia de la vida al aire libre. Cuando está lindo el día, almuerzan o toman desayuno afuera y cuando hace frío, prenden la chimenea que está ahí mismo y se instalan igual, resguardados por el fuego.