«¿Por qué no pintas el mapa del mundo en la habitación de tu hijo para que no tenga una visión tan provinciana de las cosas?” Preguntas como estas formulaba una debutante Diana Vreeland en las páginas de Harper’s Bazaar dentro de su columna “Why don’t you?”, allá por la segunda mitad de la década del 30. Y es que al revisar la historia de la que fue la impulsora de esta suerte de imperio mediático de editoras de revistas de moda convertidas en celebridades, quizás nos queda claro que su destino natural era ser la portavoz de una época en cuánto a estilo y tendencias se refería.
Diana Vreeland nació a comienzos del siglo XX en París, hija de una norteamericana y de un británico. Cuando tenía 10 años, su familia se trasladó a Nueva York, y a partir de ahí comienzó una vida trashumante entre Europa y los EE.UU que bien podría haber sido contada en una novela de Fitzgerald. “De su padre, sacó el apetito por lo suntuoso y el histrionismo. De su madre, una cazadora de rinocerontes, su espíritu de conquista”, asegura la periodista Judith Thurman en el libro y posterior documental The eye has to travel, escrito por Lisa Immordino, la esposa de su nieto, Alexander Vreeland. Con su madre, Diana mantuvo una relación tortuosa. “No nos caíamos muy bien. Ella era muy guapa. Un día me dijo: ‘Es una pena que tengas una hermana tan guapa y que tú seas tan extremadamente fea”, asegura en páginas de este libro póstumo. Así fue como creció Diana, sintiéndose un monstruito, intentando no odiar a su madre mientras iba a un colegio ruso en donde lo que más le gustaba era bailar.
Años más tarde Diana se casó con el banquero Reed Vreeland, con quien tuvo 40 años de matrimonio e hijos: “Reed tuvo aventuras que decidí no sacar en la película, pero la quería a ella y a la vida que tenían en común (…) Cuando a Reed le diagnosticaron cáncer, ella no se lo contó a nadie. Murió en 1965. Ella fue a su funeral de blanco y se zambulló aún más en su trabajo”, señaló Immordino en diferentes entrevistas a propósito de su libro/documental.
Pero, ¿cómo fue que Diana Vreeland llegó a convertirse en el icono inolvidable que es hoy? Mucho antes de su oficina pintada y decorada entera de rojo en Condé Nast como la editor-in-chief de Vogue; antes de las desorbitantes producciones de moda de 5 semanas en Japón para una sola editorial, y que es una de las anécdotas que cuenta Grace Coddington en su libro “Memorias” (recientemente a la venta en nuestro país, y que marcaron el periodo de excesos de la Vreeland en Vogue); antes, en plenos años 30, época de estrechez económica en Norteamérica, una veinteañera Diana Vreeland bailaba en el Hotel St. Regis, llevando consigo un vestido de encaje blanco Chanel. Bailaba tan libremente que no se dio cuenta que Carmel Snow, la directora de la revista de modas más importante hasta ese momento, Harper’s Bazaar, la miraba atentamente. Y así fue, primero con esa columna titulada “Why don’t you?” de la que hacíamos referencia al comienzo, –donde daba consejos tan hilarantes a las mujeres como “¿Por qué no le lavas a diario el pelo con champaña a tus hijos para que conserven el rubio de sus rizos?”, causando total desconcierto entre las lectoras del Harper’s– que rápidamente Snow la relevó al puesto de editora de modas de la publicación y la vorágine se desató: descubrió a la actriz Lauren Bacall, sus asistentes le temían, fue motivo de inspiración para el cine en películas como Angel Face, con Audrey Hepburn, o Who are you, Polly Magoo? y porqué no decirlo, también para El diablo se viste a la moda, décadas después; lanzó declaraciones del tipo “el bikini es el invento más revolucionario después de la bomba atómica” e inspiró a reconocidos fotógrafos como Richard Avedon, que dijo de ella alguna vez: “Lo que representaba no era lo que solía mostrar. Prefería ser percibida como frívola. Trabajaba como un perro, pero no quería que se supiera. Vivió para la imaginación, regida por la disciplina, y creó una profesión nueva. Vreeland inventó el rol de la editora de moda. Antes éstas eran sólo señoras de sociedad que les ponían sombreros a otras como ellas”.
Después de 26 años ganando 18.000 dólares anuales, le dieron un ridículo aumento de 1.000 dólares al año. Fue en ese momento cuando escuchó la oferta de Vogue y en 1962 hizo su revolucionario arribo a la revista. Allí encumbró a Twiggy y les dio voz a las modelos, convirtiéndolas en personalidades. Y a las personalidades, en modelos. La primera foto de Mick Jagger la publicó ella. “Lanzó a toda una generación”, dijo alguna vez la diseñadora Diane Von Furstenberg. “Joven, ¿por qué no te dedicas a las extremidades? Haz zapatos o algo así”, le sugirió a Manolo Blahnik, que también da su testimonio en el libro/documental de Immordino. Verushka o Lauren Hutton fueron otros descubrimientos suyos. Nada que ver con las modelos de la época. Fue la propia Vreeland la que aconsejaba de estilo a Jacqueline Kennedy: la primera foto presidencial la publicó ella cuando aún estaba en Harper’s y sólo en el nombre de la amistad que las unía. “Tenía un gusto por lo extremo”, según la modelo y actriz, Angelica Huston. “Ensalza sus defectos”, le ordenaba a los fotógrafos. Una nariz grande o unos dientes separados sumaban puntos en su canon estético. Eso, acompañado de lujos extremos y que podía muy bien mezclarlos con la genialidad de lo vulgar, combinado con lo sutil de una fotografía de Irving Penn.
Fue ella la que convirtió a Vogue, hasta ese entonces una revista menor, en un espectáculo sobre el mundo de la moda: “Uno sólo puede pensar en siete u ocho mujeres realmente originales. En América hemos tenido muy pocas. Emily Dickinson fue una. Pero Diana Vreeland es una mujer extraordinariamente original. Ha contribuido más que nadie al gusto de las mujeres americanas en la forma en que visten, se mueven y piensan. Es un genio. Pero la clase de genio que muy poca gente reconocerá”, aseguró alguna vez Truman Capote. A la luz de las circunstancias, y afortunadamente, esa profecía no se cumplió.
Con la llegada de los años setenta y debido a los gastos –tan extraordinarios como su imaginación–, la editorial Condé Nast despide a Vreeland. Fue reemplazada por su asistente, Grace Mirabella, quien pintó de beige el despacho que ocupaba. Fue ahí cuando se hizo cargo de las exposiciones y los eventos en el Metropolitan. Fue la primera en dedicar una exposición a un diseñador: eligió a Balenciaga. Llenó el museo. Tenía una obsesión: que las muestras las entendiese igual un experto que una niña de ocho años de Harlem. Cada inauguración era la fiesta del año. Sabía cómo mezclar a la gente.
Según la autora de su libro/documental, Lisa Immordino, “los últimos años de la vida de Diana son parte de la leyenda de la moda. Se retiró a su apartamento y se dejó el pelo blanco, pero Alexander (su nieto y esposo de Lisa) me contó que no se quedó ciega, tal como se rumoreó. Algunos dicen que se reencontró con su familia. No presenté en mi libro esos últimos años porque no quería que Diana muriese; quise permanecer en la grandeza de su vida”, concluye.