Amalia Valdés se siente tan cómoda con la pintura como con el papel y la greda. Cree que un artista tiene que ser versátil, experimentar con distintos materiales y estar abierto al cambio permanente. Así lo ha hecho ella y no por nada es esta su tercera exposición individual. Por lo mismo es que lo que muestra ahora no tiene nada que ver con lo anterior, ni aquello con lo que le precedió. Encaje, la serie que exhibirá en Artespacio este mes, es producto de un proceso lento e intenso, que la dejó con una sensación de inmensa realización. “Había trabajado con papel, con pintura, con capas, pero de manera bastante desordenada”, explica. Entonces, y con el fin de preparar esta exposición, se metió al taller del artista Eugenio Dittborn, donde su trabajo tuvo un vuelco. “Eugenio para mí es igual a genialidad. Es una persona muy creativa, que te saca de contexto, te hace ver las cosas de otro modo”, cuenta.
Así, poco a poco y luego de mucho ensayo y error, definió la manera de plantear su trabajo. “Estos cuadros los comencé a trabajar a partir de una cuadrícula, de una grilla, y con una figura concreta: el triángulo rectángulo. En algún momento tuve miedo que esos lineamientos restringieran el resultado, que todo quedara muy parecido, pero fue todo lo contrario… las posibilidades eran infinitas”.
Amalia usó papeles bien particulares, semi plásticos, tan suaves como la seda, pero de imagen tosca y áspera, como si fuera la misma tela. “Al ir armando el cuadro empezaron a aparecer cosas muy interesantes. Por ejemplo, la precisión, el orden, los volúmenes y el efecto de espejo”. Eso es justamente lo interesante de su trabajo: permite jugar con la visión y engañar al ojo. “El cuadro lleva a uno a preguntarse: ¿Qué es pintura, qué papel? ¿Es papel lo que sobresale o es eso tela? ¿Qué está arriba y qué abajo? Todo eso fue apareciendo sin que yo me lo hubiera propuesto”.
Gran admiradora del venezolano Carlos Cruz-Diez (“Si he tenido un referente, diría que es él”), de Jesús Soto, del ruso Kazemir Malevich, del chileno Ramón Vergara Grez y, cómo no, de Matilde Pérez, asegura que su trabajo es completamente intuitivo y estético. “Es lo que va saliendo”. Y en este sentido estético sin duda que su familia jugó un rol fundamental, sobre todo su abuelo materno, que era anticuario. Desde chica tomó clases de fotografía, dibujo y cerámica, buscando crear con distintos materiales, al igual que hoy. La greda en particular le apasiona, “es como una terapia. Eso de agarrar el barro, meterlo al horno y que aparezca algo totalmente diferente… es como una cosa alquímica”.
Aprendió mucho junto a la ceramista Pilar Correa (“una tremenda profesora”), quien le enseñó sobre el manejo de la temperatura y de los esmaltes. Pero su trabajo en cerámica también evolucionó gracias a un seminario dictado por Fernando Casasempere (otro de sus referentes) el 2012. “Siempre había trabajado con la misma técnica, creando a partir de unos lulos, dando un aspecto de fragilidad y desafiando la gravedad… eran esculturas que parecía que se iban a caer. Fernando me retó a hacer lo mismo pero en liso. El resultado me fascinó. Mis esculturas de ahora parecen hechas de piedra”.
Otro vuelco en esta área fue que dejó los esmaltes, con los que le había dado color y brillo a sus obras hasta el momento. “Empecé a maximizar el material, a trabajar sólo con la greda y la temperatura del horno”. Lo que salió fueron piezas de carácter orgánico, que apelan a la naturaleza, pero completamente abstractas. “Uno mira las esculturas y no sabe si se trata de una piedra o qué. Y eso me gusta, porque a mí no me interesa que la gente entienda mi trabajo como yo lo pensé, sino que hayan múltiples interpretaciones de una obra”.