Luego de vivir 15 años en Nueva York, este matrimonio tomó la decisión de su vida: irse a vivir al campo. “Conversando nos fuimos dando cuenta de que ambos teníamos ganas de llevar una vida más tranquila. Ambos somos traductores y editores, por lo que para trabajar nos bastaba una buena conexión a Internet”, cuenta la dueña de casa.
Como él es uruguayo, comenzaron a buscar terrenos en la zona. “Mi hermano nos ayudaba a la distancia. El iba a verlos y nos mandaba fotos”, dice él. Eligieron un lugar en medio de los cerros, lleno de árboles nativos, y que está a media hora de cada uno de los pueblos más cercanos, entre ellos Punta del Este. “Es un área bastante rural, pero a la vez bien ubicada. Nos ofrecía el retraimiento que queríamos y también la distancia y facilidades de tener un pueblo cerca”.
Con orientación hacia el norte, para que en invierno entrara mucho sol, construyeron su casa. Les tomó 10 meses. “Teníamos la idea de hacer algo muy sencillo, con paredes altas –tienen 3,40 metros– y vista hacia los cuatro costados”, cuentan. “Quizás lo más llamativo son las ventanas, para las cuales nos inspiramos en las típicas de los antiguos edificios industriales de Nueva York. Son muy parecidas a las del loft donde vivimos en Williamsburg”.
Pero lo que en los planos parecía sencillo se encontró con un imponderable: lo pedregoso del terreno. “La casa está sobre un cerro, anclada a una roca. Los escalones hacia la cocina y hacia el corredor que va a las piezas se tuvieron que hacer porque lo dictó la misma geografía. Cuando nos dimos cuenta, había unas rocas enormes que no se pudieron sacar”.
Pero por lo mismo, la construcción terminó siendo muy sólida, con paredes de 40 centímetros de espesor… literalmente construida sobre roca. Por fuera se recubrió con piedras que sacaron del terreno y picada a mano por un picapedrero y sus dos hijos. El techo, en tanto, lo cubrieron con pasto que los dueños de casa sacaron del campo y pusieron con ayuda de unos vecinos.
La decoración es la que fueron formando cuando vivían en Nueva York, donde se hicieron amigos de muchos artistas. “Con Emi Winter –que recibió el 2011 el Premio de Adquisición en la XV Bienal de Pintura Rufino Tamayo en México– compartimos un departamento por muchos años y somos buenas amigas”, cuenta ella. También tienen fotografías de Adam Wiseman y Santiago Montes y un cuadro del chileno Sebastián Gross-Ossa, a quienes conocen bien. Luego compraron un par de obras de artistas venezolanos –“guiados por un amigo conocedor del arte latinoamericano que hoy tiene una galería importante en Manhattan”– y otras cosas vienen de Colombia.
Viven con su perro, un pastor alemán que no sólo los cuida, sino también los acompaña en sus tareas domésticas, que no son pocas. “El trabajo del campo depende mucho de la estación; ahora en invierno, por ejemplo, no hay necesidad de regar o cortar el pasto, pero a mi marido le toca lo más fuerte, que es cortar y traer la leña”, dice ella.
También tienen una pequeña huerta que les da acelgas, tomates, zanahorias y varias hierbas como cilantro, cebolla de verdeo, perejil, albahaca, romero y orégano. “Es muy satisfactorio poder usar lo que uno mismo cosecha, porque el trabajo es duro y en algunos aspectos no ha sido fácil… a veces la idea romántica del campo es aplastada por su dureza: los zorros, por ejemplo, se han comido la mayoría de las gallinas y las hormigas, casi todos los frutales”, cuentan. Aun así el cambio ha sido bastante bueno: “Estamos muy contentos de vivir en semejante calma. Es una vida solitaria y aislada, pero estamos convencidos (cada vez más) que no nos perdemos de nada importante ni valioso del mundo de la ciudad. Quizás lo que ambos más extrañamos es ir a un bar después del trabajo a tomarte un trago con amigos, pero ¡para eso tenemos las puertas abiertas siempre para que ellos nos visiten!”.