Si hay algo que podría definir el trabajo de este arquitecto y su equipo, es que pareciera que no le tienen miedo a nada. Como si disfrutaran de la adrenalina de saltar al vacío en cada nuevo proyecto. Sea un edificio para una farmacéutica en Shangai, una vivienda social en el norte de Chile o la reconstrucción de una ciudad completa. Nada importa. Para ellos cada encargo es un mundo nuevo, al que se presentan con la mente en blanco, dispuestos a absorber el máximo de información disponible para así dar una respuesta acorde a las circunstancias. Aquí no hay ecuaciones predeterminadas, no cargan con respuestas obvias ni dan por hecho que si en el encargo anterior resultó, entonces lo lógico es que en el siguiente funcione también. Una manera de trabajar que se ha convertido en la fórmula de su éxito y que tiene a Alejandro Aravena como gran responsable.
Intenso, talentoso, metódico y disciplinado, Aravena entró a Arquitectura en la Universidad Católica de Santiago sin saber exactamente qué esperar. A diferencia de lo que se podría pensar en casos tan destacados como éste, Alejandro nunca tuvo muy claro qué quería estudiar y la decisión de postular a esta carrera se dio más bien por descarte. “Fue totalmente involuntario en el sentido de que sabía que era Arquitectura, pero no sabía por qué. No conocía ningún arquitecto, no hay arquitectos en mi familia. Es como la típica de la orientadora del colegio que te dice ‘a ver, ¿a qué le pegai? Matemática y dibujo, igual arquitecto’… Así que fue entrar sin tener idea de lo que era”, explica. Apuesta arriesgada para la que nunca tuvo un plan B, tenía que entrar a toda costa. “Ese era el nivel de certeza y a la vez de ignorancia que tenía. Supongo que las decisiones importantes en la vida son así, que no sabes por qué, es pura intuición”.
De la etapa universitaria reconoce que una de las cosas que más lo marcó fue el haber entrado a esta otra realidad donde la cosa era en serio. “De pensar ‘esta cuestión no es broma, esta cuestión es difícil’. Que había gente de un nivel impresionante que terminó siendo como una apertura de mundo, a pesar de estar estudiando Arquitectura en uno de los momentos más complicados de la dictadura”. Ahí vivió algunos momentos que definieron su carrera, como cuando la comisión de Taller le dijo en su cara que lo que él hacía no era arquitectura, descubriendo así lo arbitraria que puede ser esta profesión; o cuando al año siguiente su proyecto de Taller fue elegido para participar en la Bienal de Venecia, instancia que terminó ganando; o cuando tuvo que diseñar la casa a un personaje equis, sin límites ni condiciones, y mientras sus pares optaron por construcciones ubicadas en grandes espacios para poder demostrar el máximo de diseño, Aravena le hizo la casa a un taxista en Santiago Centro. “Me parecía que si tenías capacidad formal, tenías que mostrarla en un ambiente lleno de restricciones… Mientras más restricciones, más necesidad de creatividad. Yo creo que de alguna manera eso fue lo que marcó mi estudio de arquitectura. Después no he hecho nada muy distinto a Taller II y III”, dice entre risas.
Lo cierto es que después de eso, su carrera tomó un impulso que ni él se imaginó y que le permitió conseguir reconocimientos a los que no estábamos acostumbrados por estos lados. Pero no nos adelantemos. Para llegar donde está primero vendrían viajes por Europa para conocer y entender la forma de trabajar de algunos de los arquitectos más destacados de la historia; le tocaría aterrizar de vuelta a una realidad que no le gustó, de proyectos mediocres y trabajos desalentadores a tal nivel que lo harían alejarse por un par de años de esta profesión ingrata para dedicarse a algo tan distinto como a instalar su propio bar en Ñuñoa. Pero el tiempo y las nuevas oportunidades fueron la mejor cura para superar los malos ratos.
Fue en 1998 que se hizo cargo de la Facultad de Matemáticas de la Católica, trabajo que se convirtió en su puerta de entrada a Harvard. En el 2000 lo invitaron como profesor visitante, actividad que debía durar tres meses y se extendió por cinco años. Ahí surgió la idea de hacer algo importante y que marcara cierta diferencia. Por cosas del destino, en ese mismo lugar conoció a Andrés Iacobelli, quien se especializaba en Políticas Públicas y quien lo obligaría a ver la arquitectura social como nunca antes lo había hecho. “Mientras conversábamos y después de que me subió el ego por un buen rato, me dice: ‘Bueno, si es tan buena la arquitectura chilena, entonces ¿por qué es tan mala la vivienda social?’. Su pregunta fue peor que una patada en las canillas porque eso sería como malintencionado. Esto era como tropezarse solo y caerse de hocico. Y con esa especie de desafío me propuso que hiciéramos algo con la vivienda social”. En el 2006 nació Elemental y la dupla se complementó a la perfección, entre la visión de ingeniero de uno y la capacidad de síntesis del otro. “Es preciso conceptualmente, en lo que hace y lo que dice. Se nota consistencia en las diversas prácticas de arquitectura que enfrenta o en cualquiera de los cinco idiomas que maneja”, cuenta Iacobelli, quien por esos años tenía en mente una iniciativa que iba mucho más allá de lo que el mismo Alejandro se imaginaba. Para él, “hacer algo” podía ser un taller, un libro o en el mejor de los casos, desarrollar un prototipo de casa. Pero la perspectiva de Iacobelli les permitió crear una empresa que construiría en las mismas condiciones que lo hace el mercado. Según él, era la única forma de demostrar su punto. De ahí nacería la famosa Quinta de Monroy en Iquique y las posteriores réplicas en Renca, Lo Barnechea y Tocopilla, con exportaciones a Monterrey en México y Sao Paulo en Brasil, por nombrar sólo algunas. A estas alturas han sido miles las casas construidas por este equipo, pero siempre dejando muy en claro que esta es sólo una de sus facetas. Ellos aclaran que ante todo no son “arquitectos sociales”, como alguna vez se les tildó, y que por nada del mundo sienten una superioridad moral por dedicarle tiempo a este tipo de trabajos. “Nosotros nunca hemos tocado esa tecla. Acá hay una pregunta difícil y que nosotros creemos que podemos contribuir con una respuesta que tiene sentido resolver y que eventualmente meterle horas va a hacer diferencias, pero tiene que ver con algo que te haga sentido, con un desafío profesional. No tiene que ver con algo de vocación. Yo no soy católico, no tengo culpa, duermo razonablemente bien en la noche y no necesito andar haciendo el bien por el mundo”.
Así, su día –que al parecer tiene más de 24 horas para alcanzar a hacer todo lo que hace– también lo divide en encargos privados alrededor del mundo y en la reconstrucción de ciudades con iniciativas como Constitución, Calama Plus y Somos Choapa, donde ha sido invitado por autoridades y empresas locales a replantear estos lugares y mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Pero es su otra faceta, la de los edificios institucionales, la que lo tiene hoy día ocupando estas páginas, en particular el Centro de Innovación UC Anacleto Angelini. Un encargo del Grupo Angelini, que en el 2011 decidió donar 18 millones de dólares para crear un lugar que uniera a la empresa, la industria y la investigación académica. Para conseguirlo tuvieron que pelear con otras oficinas, perdiendo las esperanzas de conseguirlo a ratos. “Lo que nos tendía a salir era un edificio que sabíamos que iba en contra de lo que se espera convencionalmente para un lugar como éste. En general se entiende contemporáneo o innovación, igual vidrio. Es cuestión de ver cómo se construye Santiago. Ese es un cliché pero que está muy instalado en los tomadores de decisiones que son muy temerosos de no hacer lo que el resto del club esté haciendo”. Es por esto que según Aravena, una de las mayores innovaciones vino del lado del cliente, que finalmente los eligió. “Tuvo una apuesta arriesgada y audaz. Estuvo dispuesto a aceptar una respuesta que quizás no era la esperada”. Ellos insistían en que había que darle otra imagen a este edificio, ya que la peor amenaza de un centro de innovación es la obsolescencia. Así, la respuesta lógica era la atemporalidad, la que a través de una geometría simple le daba además la capacidad de cambiar de uso en el futuro. “La evidencia demuestra que las construcciones de formas muy austeras son las que tienen mejor capacidad de permanecer en el tiempo, reinventando sus usos, y el Centro de Innovación, por definición, iba a ser algo que desde el momento en que empezáramos a pensarlo hasta que lo tuviéramos listo, ya iba a haber cambiado la tecnología”.
En este encargo, la gran pregunta era: ¿Cuáles son las condiciones arquitectónicas que permiten la constante creación de conocimiento? Y eso estaba asociado al encuentro entre personas. Era necesaria una comunicación permanente entre quienes habitaran este edificio. Desde el encuentro en el ascensor, en el café o de poder ver desde cualquier punto qué es lo que estaban haciendo los otros, gracias a su atrio central transparente. “Multiplicar al máximo las posibilidades formales e informales de encuentro cara a cara. Olvídate de internet y las redes sociales. Las cosas importantes ocurren mirándose a la cara. Todos los inventos significativos todavía se dan en conversaciones reales y no virtuales”, explica Aravena.
El resultado fue un edificio de hormigón de 11 pisos ubicado en pleno Campus San Joaquín, que a través del juego de agrupar los pisos por bloques consigue darle mayor peso a la estructura y un aspecto monumental, gracias a que tiene frentes por todos lados, haciéndolo poco evidente.
La construcción no pasó desapercibida ni para nosotros ni para el jurado del Designs of the Year del Design Museum de Londres, que le otorgó el primer lugar en la categoría Arquitectura. “Una tremenda sorpresa” dice Aravena, una tan grande como la que recibió hace algunos meses cuando la organización de la Bienal de Venecia lo nombró director de la versión que se desarrollará el 2016, convirtiéndose en el primer latinoamericano en conseguirlo.
Al preguntarle por lo que significó este nombramiento, sólo se ríe. “La verdad es que prefiero ni pensarlo mucho, es algo tan gigantesco que es entre entusiasmo, privilegio, susto… es enorme, pero muy desafiante. De nuevo, otro ámbito más en el que no tenemos ni idea de cómo se hace, otro ámbito en el que tenemos que estar dispuestos a movernos”… otro salto al vacío para Aravena y su equipo.