Vigía patrimonial

Alejandro Rogazy Carrillo es parte de ese selecto grupo cuyo oficio consiste en preservar, restaurar y conservar obras de gran valor. Su taller en el centro de Santiago es un rincón donde el pasado, el presente y el futuro se armonizan para que las próximas generaciones puedan ser testigos de lo mejor de lo nuestro.

En el piso ocho, justo frente al lugar donde Pedro de Valdivia fundó Santiago en 1541, y con una enorme terraza con vista al cerro Santa Lucía y a la larga línea que recorre la Alameda desde la Cordillera hacia el poniente, Alejandro Rogazy Carrillo se dedica a preservar nuestra historia, identidad y patrimonio cultural. Descendiente directo de los primeros suizos que llegaron al sur de nuestro país, este artista visual cuenta con una vasta trayectoria en Chile y Europa por su trabajo restaurando pinturas, iglesias y obras patrimoniales.

Su departamento –algo así como un laboratorio con aires de anticuario, toques de museo y detalles de coleccionista– es un lugar apasionante, atiborrado de libros, cultura, música y piezas de arte. Bromuro, piedras de ágata, bisturí, lupas, solventes, pigmentos, resina, óleo y docenas de frasquitos con todo tipo de aleaciones químicas permiten que sus manos expertas hagan el milagro de darle vida a obras deterioradas por el tiempo, la luz y la humedad.

Criado en la ciudad de Victoria y bajo la tutela de su abuela Marta Müller Shifferli –la líder de un estricto matriarcado y poseedora de un duro carácter, una estética radical y una energía inagotable–, Alejandro creció rodeado de arte, música y libros, sin embargo, optó por la agronomía. No terminó la carrera, pero todos los conocimientos que adquirió fueron –según él– claves para poder desarrollarse con éxito en su actual oficio.

El precursor de su interés por la restauración fue Maurice van de Maele (1914-1986), un afamado aventurero belga que dedicó su vida a la preservación del patrimonio histórico del sur de Chile, especialmente de Valdivia. Luego Alejandro fue miembro del mítico taller del restaurador Ramón Campos Larenas (1904-1994). Con él aprendió y trabajó codo a codo por diez años en la calle José Victorino Lastarria, donde actualmente está la Plaza Mulato Gil. Reconocido por su prolijidad, esmero y profesionalismo y también por la paciencia y el cariño con que formó a muchos discípulos, Campos fue parte importante de su desarrollo y consolidación como restaurador.

En sus 35 años de trabajo, este chileno con evidentes genes suizos tiene grandes hitos. Entre ellos seis iglesias patrimoniales y la mayor parte de la colección de pintura colonial Vida y Obra de San Francisco de Asís, del Museo Colonial en la Alameda. “Fue una década de intenso y estimulante trabajo. Una vez finalizado, recuerdo que viajamos hasta Madrid y el Vaticano con los 25 cuadros, cada uno de cuatro por dos metros, para exhibirlos. Fue una gran experiencia”. También y gracias a varias becas, Alejandro se capacitó en Europa y se encaramó en los mismos andamios junto a los expertos que le devolvieron su color original a la Capilla Sixtina en el Vaticano y a los que restauraron la capilla Brancacci en Florencia y cuya data se remonta a comienzos de 1386.

Apasionado, metódico y estricto en los protocolos, Alejandro asegura que un restaurador debe entender que el patrimonio abarca todo el espectro de lo humano y que va más allá de lo tangible. «La conservación y restauración es a mi juicio la recuperación y puesta en valor del patrimonio cultural (tangible e intangible). Historia, patrimonio e identidad se articulan en su impronta. Además, hay que considerar que los valores patrimoniales pueden ser de uso estético, histórico, afectivo e incluso ecológico. En resumen, la recuperación de la lectura armónica de una obra está bajo una ética y una estética muy específica, lo cual permite neutralizar los daños, pero mantener su esencia y valores patrimoniales para las futuras generaciones».

Es miembro activo de la Asociación Gremial de Conservadores y Restauradores de Chile (AGCR) y como tal, no transa ciertos principios. Primero la reversibilidad de su trabajo, es decir, que todo lo que realice un restaurador pueda ser deshecho. Segundo, la diferenciación, es decir, que permita distinguir la obra original de la parte restituida. Y por último, la mínima intervención, lo que obliga a manipular lo menos posible la pieza y mantener al máximo su materialidad. “Esto da cuenta de que el trabajo del restaurador debe ser ante todo humilde y prudente y tener muy claro que la obra está por encima de todo”, explica.

Entre sus clientes se cuentan museos y coleccionistas privados en nuestro país y Europa. De hecho tres a cuatro meses del año los pasa trabajando en Florencia y Ginebra, donde asegura –entre risas– le dan categoría de médico y le pagan como ministro.

  • La luz y el sol son lo que más deteriora una pintura. Aquí el evidente cambio que experimentan luego de ser restauradas.

  • Algunas de las obras que Alejandro tiene en su departamento y que esperan su reparación. Entre ellas, virgen colonial en madera recortada del siglo 19; Cristo colonial, Escuela cuzqueña del siglo 17, y Desnudo femenino de Ortiz de Zarate, siglo 20.

  • Al fondo, Batalla de Edouard Detaille, 1860. Sobre la mesa, Naturaleza Muerta de A. Votlon, siglo 19; Laca Japonesa Sagejubako Edo, siglo 16; Escultura policromada y Estofada Española del siglo 18 e Ícono bizantino sobre madera, siglo 13.

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