Después del último día de clases, las hermanas Soledad, Magdalena y Trinidad Pérez llegaban desde Santiago junto a su mamá, Soledad Martínez, a instalarse el verano completo a esta casona de 1856. Jugaban tardes enteras en sus corredores, sobre los paltos hacían clubes hasta con teléfono y por la escalera señorial bajaban las “Miss Universo” en un show para sus abuelos. La casa antigua de adobe se llenaba de amigos y primos y capeaban los días de calor intenso –ese ahogante de febrero– metidos todos en una piscina que no tenía ni un metro de profundidad. Si faltaban tomates para la ensalada, los iban a cosechar a la huerta; y los magnolios, pinos y tilos del parque de cinco hectáreas eran el escenario perfecto para grandes aventuras. Sus memorias de infancia son las mejores y por eso están empeñadas en no dejarlas ir. Se han propuesto mantener el lugar, quieren que sea para las futuras generaciones lo que fue para ellas.
Por las mismas escaleras donde sus hijas jugaban a Miss Universo, Soledad Martínez tiró su ramo de novia. Se casó en 1983 con Bernardo, hijo de la diplomática española Concepción Alzamora y del chileno Bernardo Pérez, quienes compraron la casa en 1973.
Entonces empezó el proceso de restauración. Por fuera, originalmente, la casa estaba pintada al fresco con grecas celestes y la parte superior era amarilla. Encontrar a alguien que hiciera este trabajo era casi imposible, así que la pintaron blanca con los marcos de las ventanas café. La señora Concepción había querido comprar la casa con todos los muebles, los dueños no aceptaron. Por eso empezó a ir a remates y se hizo conocida en ese ambiente. Cada vez que llegaba un mueble grande, de esos que no caben en ninguna parte, la Casa de remates Eyzaguirre la llamaba a ella. Soledad hizo lo suyo, su suegra se encargaba de comprar las cosas y ella la ayudaba a acomodarlas y a darle a todo un orden. Ella es decoradora y por eso tiene talento natural para lograr que los diferentes muebles y algunos “cachureos” se vean armónicos. Fue ella quién eligió el color amarillo actual, y ahora en la zona, es conocida como “la casa amarilla”. Cada terremoto, por supuesto, ha dejado su huella.
Recién terminado el segundo piso, el del 85 lo dejó inutilizable, lo arreglaron pero volvió a pasar lo mismo el año 2010.
Aunque en un principio era sólo la casa de 2.000 metros cuadros, el parque y un potrero, con el tiempo Bernardo y su hermana, la ingeniero agrónomo Fernanda, empezaron a comprar las tierras aledañas hasta formar un campo de 120 hectáreas destinadas a la producción de duraznos, damascos, ciruelas, cerezas y uva de mesa.
Con una repartición posterior, Fernanda se quedó con la parte productiva y Bernardo con la casa, que inscribió de inmediato a nombre de sus tres hijas y su señora.
Son ellas las que la bautizaron como “Casona Alzamora”, en honor a su abuela, y la arriendan para eventos y matrimonios. “Una vez estábamos en un matrimonio, y la gente nos decía que no querían venir a un matrimonio tan lejos de Santiago, pero que menos mal que vinieron porque conocer esta maravilla era increíble”, dice Soledad. “Es de esas cosas que si las dejamos ir, nunca más vamos a tener nada parecido, es único”, agrega Magdalena. Además, trabajan con la comunidad. Algunos paseos de curso de la vecina Escuela de Apalta han sido acá y ellas saben que puden contar con sus vecinos de confianza para los eventos.
Hoy la Rubi, ama de llaves, y Juanito, el jardinero, son los señores del lugar. Por el parque de estilo francés se pasean Igor, Olga y Berta, tres San Bernardo enormes que ya son parte de la postal que se puede sacar si uno se para frente a la casona. El jardín de las peonías florece en noviembre, y la peonía madre sigue ahí, al lado de los rosales junto a un corredor que da a la piscina. Las tres hermanas siguen teniendo una relación especial con la gente de la zona, que las vio crecer. Cuando chicas se iban en bicicleta a tomar té a las casas de los trabajadores del campo; y eran la barra oficial del antiguo jardinero, Manuel Antonio, en las pichangas del barrio. En el invierno del 2014 algunos de los vecinos participaron en la película La Visita, dirigida por Mauricio López, que se grabó en varios de los 18 dormitorios que tiene la casa. Estas experiencias se han convertido en parte importante de su historia. Lo único que quieren es que la tradición de los veranos sin televisor y con mucho barro dure para siempre.