Dicen que habla poco de su trabajo, y es verdad. De hecho, después de conversar con él, parece casi increíble que la obra de este decorador chileno, que tiene repartidos proyectos por el mundo, no sea más conocida en nuestro país. Pero así es Jorge Letelier, un hombre culto, amante del arte, y que reconoce ser una persona muy privada y callada. Como dice él: “No gozo de los grandes encuentros o publicidad”. Pero en ED teníamos que reconocer su trayectoria… Una que incluye el diseño de tiendas y galerías de arte, además de residencias privadas en lugares tan alejados como Jerusalén, Shanghái o Sídney.
Su carrera empezó muy joven, cuando decidió irse de Chile para estudiar en Londres. Pero en el camino hizo una escala en Nueva York y ahí se quedó. “Imposible decir qué vi de esta ciudad en el 70, que ya no pude salir de ahí. Era mi lugar, me entendían y yo a ellos, me enamoró su energía, el atrevimiento a hacer sin cuestionar el porqué. Nada estaba fuera de los límites si tenías imaginación y ganas de hacerlo. Encontré a mi gente y me recibieron con los brazos abiertos”, dice. Así fue como la Gran Manzana se transformó en su centro de operaciones. Ahí estudió, aunque confiesa que nunca se quedó mucho tiempo en un mismo lugar: pasó por Parsons, por el Fashion Institute of Technology, por la academia de Michael Aviano y por The Art Students League, pero nunca tomó cursos de contabilidad o administración. “Cada vez que lo intenté, dormí profundamente en la clase”, cuenta.
Fue en uno de estos ires y venires como estudiante, que participó en una competencia, cuyo premio era un trabajo de verano en la famosa y exclusiva tienda Saks Fifth Avenue. Mateo como es, lo ganó, y pasados los tres meses que duraba la pasantía, lo contrataron de forma indefinida. Diez años más tarde, era el director de arte de la tienda, y había podido trabajar con quienes hoy son grandes del mundo de la moda, pero que en esos años estaban recién comenzando, como él. Diseñó espacios, boutiques y vitrinas para personajes como Bill Blass, Rosita Missoni, Charles de Castelbajac, Donna Karan, Diane Von Furstenberg, Gloria Vanderbilt y Calvin Klein, a quien recuerda, entre risas, “como un poquito pain in the ass”.
Después de eso, decidió independizarse, y el trabajo no se demoró en llegar. En estos más de 40 años de carrera ha hecho de todo, pero dice que los proyectos que más recuerda sólo quedaron en eso, recuerdos, porque por contrato nunca se han podido documentar. Y es que sus clientes siempre llegan a él de forma discreta –“así son ellos y así quieren que sean los que trabajan para ellos”, dice–, como un secreto que se comparte entre amigos. La mayoría son coleccionistas de arte, que al ver una colección privada bien instalada, como las que se han convertido en la firma del trabajo de Jorge, lo llaman inmediatamente. “A ese nivel, la gente se conoce entre sí; esa es la razón por la que me ha tocado trabajar en tantos países, tan distintos”.
En Houston estuvo a cargo de la colección de arte de Susan Engelhart, que cuenta con la colección más grande en manos privadas de las obras de Robert Mapplethorpe y Robert Rauschenberg, artista que lo felicitó personalmente por su trabajo. Para lograrlo, tomó un curso de iluminación de casi un año, que después le sirvió para iluminar muchas galerías de arte y otras tantas colecciones privadas. Como él bien sabe, “uno hace cualquier cosa que se necesite para el proyecto. Tomas el challenge sin pensar en el nombre, y lo que no sabes, lo aprendes”. Por eso es difícil definirlo; a ratos es arquitecto, otras es diseñador, decorador, iluminador, vitrinista y, por supuesto, artista. Un hombre imposible de encasillar.
Pero si hay algo que ha sido una constante en toda su trayectoria ha sido el arte, una pasión que viene desde muy chico. Desde los 12 años empezó a estudiar el tema; era el alumno más joven en el taller del pintor Manuel Venegas, en Pedro de Valdivia. Para él, “es la única forma clara y pura de expresarse, conocer lo que hay fuera y también lo que hay dentro de ti”, cuenta con emoción. Por lo mismo, siempre ha vivido a walking distance, como él mismo dice, del MoMA y del MET, que se transformaron en su segunda casa.
Otro de los proyectos importantes para Jorge fue el loft en el Soho que diseñó para la artista Miriam Schapiro y su marido, el también artista, Paul Brach. “Lo más difícil fue repartir equitativamente el espacio, que aunque enorme, debía ser distribuido por igual entre estos dos súper egos, generando espacios amplios para vivir, recibir y mostrar cada uno su trabajo”, cuenta. Pero el mayor desafío fue una casa en Jersualén, donde las regulaciones son extremas y además de tener que pensar en la seguridad, tenía que mostrar la colección de arte de los dueños de casa y encontrar espacio para cada miembro de la familia. Un trabajo tan extenuante como fascinante.
Su estilo se pasea con soltura entre espacios que parecen sacados de otra época, con antigüedades imponentes y colores oscuros, hasta otros que no podrían ser más contemporáneos. Cuando le preguntamos cómo se definiría, responde con claridad: “Lo he dicho antes y lo diré de nuevo. El estilo de un diseñador profesional debe acatarse a la arquitectura encontrada (creo en restauración y no en transformación), al clima, al estilo de vida del cliente y a la situación geográfica”. Pero también reconoce que tiene sus favoritos. “En arte lo que más me gusta es lo hecho a principios y mediados del siglo XX; en arquitectura, la contemporánea, si ésta se presta al lugar y los alrededores”, dice. Y aunque cuenta que a sus 70 años ya está disminuyendo la carga de trabajo, tomando sólo proyectos de antiguos clientes conocidos, su portafolio sigue creciendo. Junto a su socia Sheryl Rock, con quien fundó el estudio Letelier and Rock Design en 1995, están trabajando en una casa en Nueva York y en un departamento en Manhattan, remodelando una casa estilo Bauhaus en Toronto, restaurando una casa en Lake Forest y construyendo una casa en Costa Rica… Una agenda a full, como siempre.