Los balnearios resurgieron en la Europa del siglo XVIII como centros de hidroterapia, pero muy pronto se transformaron en lugares de ocio y entretención que ofrecían todo tipo de comodidades y actividades de esparcimiento para relajarse los meses de verano. Scarborough, por ejemplo, pasó a ser el centro vacacional británico; el Wannsee era su homólogo alemán; Niza y Biarritz se convirtieron en los balnearios de moda en Francia; Capri se impuso como la ciudad más cotizada de Italia; Montecarlo era el paraíso de los banqueros e industriales; mientras que San Sebastián y el Getxo fueron el sitio de veraneo para la nobleza española.
De Europa, la idea de formar ciudades balneario salta a América, y Atlantic City se catapultó como la más importante de Estados Unidos. Cuando las jóvenes repúblicas latinoamericanas comenzaron su bonanza económica, surgieron también acá famosos balnearios como Copacabana, en Brasil; Chorrillos, en Perú; Piriápolis, en Uruguay y Mar del Plata, en Argentina.
Chile no quedó exento a esta tendencia. Y aunque nuestros antepasados parecían estar mucho más cómodos disfrutando del campo agreste o los centros termales, de a poco, la idea de pasar los meses estivales en ciudades bien equipadas cerca del mar comenzó a tener numerosos adeptos. Uno de los pioneros fue el matrimonio conformado por José Francisco Vergara y Mercedes Alvares, quienes aprovechando la línea del ferrocarril que cruzaba sus haciendas, deciden lotear parte de sus terrenos para formar ahí una pequeña urbe de descanso, cuyo proyecto fue aprobado en 1874. Así nació Viña del Mar.
Muy pronto la ciudad se llenó de atractivos chalets, se construyó el Gran Hotel, también el Sporting Club, la plaza, algunos paseos y el famoso doctor Teodoro Von Schroeders abrió sus baños de mar, justo donde hoy está el restorán Cap Ducal. Personalidades como Benjamín Vicuña Mackenna, Isidoro Errázuriz, las familias Pereira, Barazarte, Subercaseaux y Encarnación Fernández de Balmaceda, tenían sus casas en el balneario; e incrementaron con su presencia el ya animado ambiente social, donde los paseos, los conciertos, los bailes y las grandes comidas eran un imprescindible de todos los días de verano. Ni siquiera el terremoto de 1906 opacó el desarrollo de la urbe, el paseo de Miramar se transformó en un enjambre de vanidades de todas las mañanas y doña Blanca Vergara decidió remodelar su quinta, construyendo una mansión de estilo gótico veneciano, en la que recibió a las más connotadas personalidades: príncipes, presidentes, celebridades y hasta el filósofo hindú Jiddu Krishnamurti. Actualmente el palacio es el Museo de Bellas Artes viñamarino.
Elegante y sofisticado, Viña del Mar no careció de excéntricos personajes como Gustavo Wulff, que se construyó un castillo sobre un roquerío; o Fernando Rioja, quien para congraciarse con el Infante de Borbón decidió hospedarlo en su casa y le entregó una chequera ilimitada de fondos para sus gastos personales, los que ascendieron a tantos millones de pesos que hay quienes dicen, fue uno de los factores determinantes para la quiebra del Banco Español, propiedad de Rioja.
Era la época en que los jóvenes entraban en el mar con incómodos trajes de baño de lana, algunos dejando ver hombros y rodillas; y las niñas usaban vaporosas toilettes de playa y sombrillas, porque era muy mal visto broncearse. Por si fuera poco, a las mujeres no se les permitía bañarse directamente en el mar, debían utilizar cabinas cerradas tiradas por bueyes, que se adentraban en el agua y formaban una especie de muelle privado, alejado de las miradas indiscretas.
Coco Chanel fue quien impuso el bronceado como una norma, y las actrices de Hollywood empiezaron a usar trajes de baño más cortos y ajustados, liberando a las mujeres del yugo del extremo pudor. En 1946, la nudista francesa Michelin Bernardini usó el primer bikini, y en Chile tardó en ser aprobado su uso, debiendo las niñas conformarse con los populares trajes de baño de una pieza marca Catalina. La actriz Brigitte Bardot quitó finalmente ese halo impúdico que pesaba sobre el bikini, imponiéndose a partir de la década del 60.
Todas esas innovaciones acompañaron el desarrollo de Viña del Mar, en cuyas playas –principalmente en Recreo y en el elegante balneario de Las Salinas– se concentraba la juventud, mientras que los más grandes paseaban por la avenida Valparaíso y tomaban té en el Café Samoiedo. Más tarde se inauguró el Festival de Viña del Mar, y se puso de moda Reñaca, con sus largas noches de baile en El pelícano o en el Topsy.
Al igual que Viña del Mar, otras ciudades también nacieron bajo el alero de visionarios personajes: Pichilemu fue impulsado por Agustín Ross Edwards, quien trazó una nueva ciudad en torno a una larga costanera, con bajada a la playa, miradores, canchas de tenis, bosques y un edificio central, que servía de hotel y casa de baños; el que se conserva hasta hoy. Papudo es otro ejemplo de esta fiebre constructiva. Fue diseñado por Fernando Yrarrázaval Mackenna, quien decidó lotear su fundo Pullally para crear un nuevo balneario. Tuvo de aliado al arquitecto Josué Smith Solar, quien construyó numerosos edificios, entre ellos el Hotel Papudo (incendiado) y el famoso Chalet Recart, actualmente la municipalidad.
Zapallar fue también parte de esta vorágine, y debe su creación a Olegario Ovalle, un soñador que quiso idear una urbe conectada con la naturaleza. Esto pareció no entusiasmar mucho a los potenciales veraneantes, quienes buscaban ciudades accesibles y más equipadas como Viña del Mar, que ofrecía una variada oferta de paseos, comercio, clubes y teatros. Zapallar era todo lo contrario, su acceso era difícil, sus terrenos escarpados y la playa parecía ser demasiado pequeña para los turistas. Sin embargo, contaba con un escenario excepcional rodeado de bosques, características que cautivaron a Manuel Valledor, quien construyó la primera casa, y a algunas familias de origen alemán como los Petzold, Müller, Schaffer y Lenz, quienes entendían la importancia de poder contar con un sitio de veraneo tranquilo, alejado del bullicio citadino. Zapallar comenzó entonces a poblarse. Ahí llegó la influyente María Luisa Mac Clure, también la familia Ossandón, famosos por su torneo anual de tenis; la familia Aldunate, Casanova; también Matías Errázuriz, chileno residente en Argentina cuyo palacio hoy es el Museo de Artes Decorativas de Buenos Aires. Imposible no nombrar a Irene Wilson o a las extravagantes hermanas Morla, conocidas espiritistas que con su atractiva personalidad hicieron famoso al balneario.
Faltarían páginas para describir todas las playas tradicionales de Chile. No podemos terminar estas líneas sin evocar a Cartagena, animado centro vacacional visitado por personajes como el poeta Vicente Huidobro, y de cuyo elegante pasado aún quedan numerosas villas, como el Castillo Förster o las ruinas de la iglesia gótica del Niño Jesús de Praga. Constitución también vivió épocas de gloria cuando su escenográfica playa con enormes rocas, era escogida por presidentes como Manuel Bulnes y Pedro Montt o políticos como Enrique Mac Iver, para ser su centro de veraneo. Y así podemos continuar la lista con ciudades más pequeñas, pero no por eso menos significativas, como Las Cruces –hogar del poeta Nicanor Parra–; Llolleo, cerca de San Antonio; Las Torpederas, en Valparaíso; Tomé, próximo a la ciudad de Concepción; y durante el siglo XX, balnearios mucho más modernos como Algarrobo, Tongoy, Cachagua, Concón, las Rocas de Santo Domingo y las playas de los lagos del sur.
Los veraneos han ido mutando con el tiempo, cambian los lugares, las entretenciones y la ropa, pero siguen conservando esa alegría, donde lo más importante es pasarlo bien, reírse y disfrutar junto a la familia y los amigos.