El español Ricardo Bofill es uno de los arquitectos españoles posmodernistas más emblemáticos e inspiradores de su generación. Con más de 80 años, su visión radical, audaz y única ha calado hondo a través de sus más de 100 proyectos en casi 50 países de todo el mundo. Como bien dice el escritor Tom Morris, “teatralidad es el término más utilizado en relación con los dramáticos y atrevidos edificios de Bofill”. Y probablemente su obra más simbólica es La Fábrica, un complejo industrial de principios de siglo XX que el arquitecto transformó en su taller-hogar. La antigua fábrica cementera situada en las afueras de la ciudad de Barcelona y construida durante la Primera Guerra Mundial, consistía en un edificio abandonado, parcialmente en ruinas, conformado por 30 silos subterráneos, salas de máquinas, chimeneas abandonadas, grandes naves de hormigón, 4 kilómetros de galerías subterráneas y espacios desnudos, vacíos y abruptos que formaban un compendio de elementos completamente surrealistas: escaleras que subían hasta ninguna parte, estructuras de hormigón armado que sostenían nada, trozos de hierro colgando en el aire y enormes espacios vacíos. Fueron precisamente su monumentalidad y estos restos llenos de magia los que conquistaron a Ricardo Bofill, quien convirtió este edificio en su obra vital y hoy, 45 años después, se encumbra como su obra maestra. La Fábrica es el ejemplo perfecto de cómo readaptar, repensar y reinventar los vestigios de la industrialización y darle nueva vida, transformándola en “un proyecto doméstico, monumental, brutalista y conceptual”, como explica el propio Bofill. Las primeras obras comenzaron en 1973 y fue un trabajo de precisión comparable al de un escultor, ya que debían confrontar el material para dejar al descubierto formas originales y recuperar espacios. Luego la tarea estuvo en fundar el entorno en base a una estructura verde, a través de E vegetación que escalara los muros y se descolgara del techo. Finalmente, la última fase consistió en anular toda funcionalidad para darle a la fábrica otra estructura, diferentes usos y nuevos programas. Así aparecieron lugares como el estudio, situado en los silos de la fábrica; el taller de maquetas y las salas de archivo, en las galerías subterráneas; y La Catedral, ubicada en la zona de elaboración y que hoy se utiliza para exposiciones, conciertos y diferentes actos culturales. Pero eso no es todo, además está toda la zona de residencia. Ahí, en la planta superior, Bofill transformó un enorme espacio de cemento visto en la sala de estar principal y un despacho totalmente comunicado. Todo decorado con enormes cortinas blancas, plantas de diferentes especies y muebles de madera. En el segundo piso está el comedor comunicado por columnas de ladrillo a la vista y enormes paredes con estanterías repletas de libros. La Sala Rosa se encuentra en el primer piso (llamada así por el color de sus paredes acabadas con el clásico estuco Tadelakt marroquí), también el comedor privado y la cocina-comedor donde sobresale una gran mesa de mármol blanco. La calidez y el ambiente lo aportan las dos chimeneas diseñadas por el arquitecto Oscar Tusquets. Los jardines de La Fábrica merecen punto aparte, porque el edificio está rodeado por grandes grupos de eucaliptus, palmeras, olivos, prunus y plantas trepadoras que envuelven los muros de hormigón, dándole una buscada pero espontánea apariencia romántica y misteriosa. En permanente transformación, La Fábrica es una obra “inacabada”, como dice Bofill, quien gracias a su actitud minimalista, atrevida y visionaria, logró revivir y sumarle valor y experiencia a un lugar que hubiese pasado a la historia sin pena ni gloria. Hoy sus 5 mil metros cuadrados son una verdadera obra maestra y el mejor lugar para su creador. “Actualmente aquí vivo y trabajo mejor que en cualquier otro lugar. Este es para mí el único sitio donde puedo concentrarme y asociar ideas de la manera más abstracta”, concluye.