Antes de elegir qué iba a estudiar, alguien le preguntó qué era lo que más le gustaba hacer. Entonces Abel Cárcamo pensó en ordenar la casa. Tal vez fueron todos esos fines de semana reacomodando los muebles del living, ordenando, sacudiendo y ayudándole a su mamá a ubicar los objetos de cerámica o adornos que ella compraba en la feria. O tal vez fueron esas tardes soleadas, sentado en el patio de su casa en Conchalí, al lado de la ligustrina, hojeando los cientos de revistas de decoración que compraba su padre, un peluquero hijo de mueblista, apasionado por remodelar y construir la casa con impecables terminaciones. “Supongo que esto viene de ahí, de ver a mis papás muy preocupados por la estética cotidiana. Como algo que se vive en el día a día familiar y que después se transforma en un hábito propio”, dice este diseñador chileno de 31 años, radicado hace tres en París.
Fue en esa casa donde Abel hizo sus primeras piezas, mientras estudiaba Diseño de Muebles y Objetos en la Universidad de las Américas. Aspiraba a crear objetos que fueran excepcionalmente estéticos, pero útiles. No quería perder dinero en sus trabajos universitarios, ni tiempo tampoco. Por eso, en tercer año fundó Primitivo, el estudio de diseño que velozmente capturó la atención del circuito: Abel ideaba objetos minimalistas y encargaba parte de su confección a artesanos locales, hábiles en materialidades nobles. Iba a sus talleres, aprendía del proceso, se metía en las terminaciones. Y lograba llegar a piezas únicas, como sus aplaudidas lámparas de cerámica torneadas a mano, que fusionaban temporalidades: una mezcla fascinante de técnicas patrimoniales en diseños contemporáneos que −apenas egresado de la universidad, en 2013− ya despachaba a oficinas de arquitectura en Nueva York, Japón, Suecia o Singapur.