Corría el año 1993 cuando Bernardita y José Tomás decidieron embarcarse en lo que consideraban un proyecto para toda la vida. Se habían casado hacía menos de dos años. Apenas tenían 24 y 26. Empezaron de cero, pero con toda la ilusión de un nuevo existir y en pleno campo, como tanto querían. Ambos se habían criado en la ciudad. Ella recordaba sus vacaciones de la infancia en la casona campestre de sus abuelos en la costa central y él la de su familia, donde estaba la viña familiar, el origen de ese amor profundo por la tierra que fue lo que lo llevó más tarde a estudiar para técnico agrícola. Aspiraban a una vida donde sus hijos pudieran crecer al aire libre y en contacto con la naturaleza y a eso se han dedicado desde entonces, a enraizarse en el campo.
Cuando llegaron a Paine, el terreno era un peladero ubicado bajo un cerro. Tampoco había otras casas alrededor, sólo piedras –muchísimas– y algunos espinos. Ese era el paisaje que se divisaba, el típico de la zona central de Chile. Bastante seco, por cierto. Un escenario difícil de imaginar porque hoy es un terruño verde, aromático y lleno de árboles. En ese empedrado sitio, y con la ayuda del arquitecto Pablo Larraín, es donde levantaron una casona tradicional.
Es un símil de casa patronal, un volumen alargado de una crujía (entre dos muros) y galerías que la recorren, techos altos, vigas a la vista, tejas de arcilla y grandes aleros, un tipo de construcción óptimo para la zona. Cuenta con ventilación cruzada que permite, de manera natural y pasiva, refrescarla en los días de más calor y sus muros gruesos equilibran las altas oscilaciones térmicas del lugar. Los grandes aleros, en tanto, los protegen de la fuerte radiación solar del verano y de las lluvias durante el invierno.
El interior de la casa es el fiel reflejo de ese estilo de vida con el cual se ilusionaron recién casados y que luego labraron día tras día. Está cargado de esa personalidad amable de campo chileno. Es un buen maridaje, generoso, sencillo y con un calor de hogar que no se discute, sumado a detalles que hablan del paso del tiempo, de un ritmo pausado y totalmente opuesto a la vida de ciudad, y por supuesto, de valores familiares, de mucha paciencia y de lo “no inmediato”. Nada se construye en un solo día y este lugar es prueba de ello.
Algunos muebles fueron heredados de la casona de los abuelos paternos de Bernardita. Otros fueron buscados y encontrados después de algún tiempo en anticuarios, como una mesita art decó o la serie de filtros de agua antiguos puestos en la entrada. El primero fue un regalo de matrimonio de la mamá de Bernardita, una reliquia familiar con el cual jugaban ella y su hermana cuando eran chicas. Obviamente un día lo quebraron en mil pedazos, pero su mamá logró restaurarlo. Pasaron varios años antes de ni siquiera imaginarse que iba a armar una colección con estas antigüedades. El resto del mobiliario se mandó a hacer especialmente para la casa, como las sillas y la mesa del hall de la entrada, que son de Francisco Monge, o bien, piezas compradas tan nobles como las sillas Valdés.
Mucho arte y muchos recuerdos de viajes se amalgaman en la puesta en escena. No importa el origen de las piezas, pueden ser 100% chilenas o de culturas tan lejanas como la de Birmania, pero de alguna forma conviven de manera muy natural. Y si hablamos de detalles, algo que no puede faltar son los arreglos florales que la dueña de casa se encarga de armar para cada rincón. No importa si no es época de flores, agarra algunas ramas, hojas o frutos y da ese acento personal que tanto le gusta. Cuando la visitamos había algunos floreros con manzanos en flor y otros con nandinas; totalmente encantador.
La dueña de casa cuenta que una de las cosas que más disfruta es el jardín, a estas alturas un verdadero parque. Cada árbol, planta o flor ha sido plantado por ella. Es habitual verla a diario jardineando. Le encanta. Si no está con tierra en las manos se la puede encontrar bajo la sombra del alero leyendo, conversando o simplemente disfrutando de la vista de ese encantador y aromático rincón de lavandas, algo que soñó desde muy pequeña, o bien paseando por el camino de nandinas y eucaliptos al otro lado de la casa.
El tiempo pasó, nacieron los hijos, cinco en total, y hubo que ampliar la casa manteniendo la misma tipología; quedó en forma de U con una explanada o patio lleno de mandarinos. Bernardita recuerda que los hombres siempre estaban arriba de algo. Se subían a los árboles, patinaban en el corredor, salían a explorar al cerro, o a montar. Las niñas, en tanto, llenan la casa con sus risas. Se dedican a pintar o a correr detrás de los nuevos integrantes de la familia, dos cachorritos, la Blanquita y el Puntito. “¡No cambiaría la vida de campo por nada!”, dice.
El sabor de lo “hecho en casa” se palpa fácilmente. Hasta hace muy poco hasta había quesillo casero. Bernardita dice que es imposible negar el culto a la comida en su hogar. Los niños siempre preguntan qué hay de comer y sagradamente se sientan todos los días juntos a la mesa, donde se conversa y comparte. Los eternos almuerzos familiares y la sobremesa es algo vital en esta familia, pero también la chilenidad. No por nada en los closets se pueden apreciar varios pares de zapatos de huaso, todos muy gastados. Acá se usan todos los días, igual que los sombreros y unos buenos blue jeans porque los hombres de la casa practican y practican para el Champion. “Vivo la chilenidad los 365 días del año”, concluye la dueña de casa. π