De niño, Guillermo Lorca encontraba refugio en la pintura, con los dinosaurios como protagonistas. Podía sumergirse por horas en la creación de esos mundos prehistóricos. Sin embargo, nadie imaginaba entonces que este pasatiempo se convertiría en su vocación. “Nunca soñé con ser artista, simplemente sentía una necesidad imperiosa de pintar y dibujar”, confiesa.
A los 16 años tomó la audaz decisión de dedicar su vida al arte, un giro que implicó no solo elegir una profesión, sino definir su identidad. Para ello se impuso un plazo muy ambicioso: antes de los 21 años debía consolidarse como artista. Y así fue: los encargos para la estación de metro Baquedano –la serie Rostros del Bicentenario, que se puede ver hasta hoy en la estación– y un mural de 45 metros de largo para la viña Tabalí, en el que estuvo trabajando cuatro meses a los 20 años, fueron sus primeros grandes reconocimientos.
Después de dos años de formación académica en la Universidad Católica, Lorca sintió que había alcanzado un nivel técnico que le permitía explorar nuevos horizontes. Decidió abandonar la universidad y trasladarse a Noruega para trabajar como asistente del renombrado pintor figurativo Odd Nerdrum. “Buscaba perfeccionar ciertas técnicas y tenía un referente claro, pero aún no sabía qué quería expresar”, admite.
En Noruega, comenzó a desarrollar un lenguaje visual propio, alejándose del estilo de sus primeras obras y adentrándose en un mundo interior poblado de animales salvajes y personajes de animé. “Siempre me sentí conectado con esos personajes, me proporcionaban una especie de calma”, revela.
Con una carrera ascendente que lo ha llevado a exponer en instituciones prestigiosas, como el Museo de Bellas Artes de Chile, la galería Asprey London, el New Salem Museum y actualmente el MOCO Museum de Barcelona, se ha consolidado como una figura relevante en el panorama artístico internacional. Hoy está radicado en Barcelona.
Su proceso creativo es meticuloso y exigente. Pasa horas investigando, dibujando y experimentando con colores antes de dar la primera pincelada. “Tomo ideas de referencias, bocetos y sensaciones que luego desarrollo”, explica. A veces, la búsqueda de la inspiración puede resultar frustrante, pero confiesa que siente una gran satisfacción cuando finalmente logra plasmar sus ideas en el lienzo. “Cuando me siento estancado, siento que le estoy fallando a mi creatividad”, admite.
La figura femenina, omnipresente en su obra, se ha convertido en uno de sus temas más recurrentes. A través de estas mujeres, Lorca explora conceptos como la identidad, la belleza, la vulnerabilidad y la fuerza interior. Los animales, por su parte, actúan como guías espirituales que acompañan a sus protagonistas en sus viajes introspectivos. La naturaleza, con sus paisajes oníricos y sus criaturas fantásticas, se convierte en un escenario ideal para estas reflexiones existenciales. “Cuando aparece la figura femenina junto a los animales, el cuadro adquiere cierto misticismo”, afirma.
La técnica de Lorca es impecable, cada pincelada está cargada de intención, construyendo un realismo muy propio de él, que logra sumergir por completo al espectador en sus mundos imaginarios y que lo ha llevado a convertirse en uno de los artistas más destacados de su generación. Además de ser un artista excepcional, Lorca es el gestor de su carrera. Dice que si pudiera soñar, le gustaría que sus cuadros fueran siempre accesibles al mayor número de personas posible. “Mantendría todas mis pinturas en museos o espacios públicos”.
A pesar de que no visita hace un tiempo nuestro país, dice que siempre lo tiene presente y tiene muchas ganas de volver. “Apenas tenga la oportunidad, quiero volver a Chile a exponer”, afirma con entusiasmo. Solo queda esperar.