“El latino”, “el gringo”, “el irlandés” eran todas las etiquetas que le calzaban a Germán Tagle (1976) mientras estuvo en Nueva York, ciudad donde llegó después de dejar sus estudios de arquitectura y arte en Chile. Ahí lo apadrinó Marilys Belt, viuda del artista Juan Downey, y comenzó un proceso que terminó en lo que denomina como su “único momento eureka”: encontrar su identidad y plasmarla en su trabajo.
“Soy culturalmente latinoamericano, de nacionalidad chilena, con herencia irlandesa, una fusión de varias cosas y eso me fascinó porque pensé que ese ser híbrido era el futuro. Como que di vuelta la tortilla y en vez de decir “no tengo identidad» dije “tengo todas las identidades”: si iba a una fiesta gringa, hablaba inglés y nadie sabía que soy latino; si iba a una fiesta latina era un latino más. Podía camuflarme como un camaleón”, explica fumando tabaco desde su luminoso taller en Vitacura.
Decidió entonces que esa mezcla debía definir también su obra: sería abstracta y figurativa, colorida y monocromática; uniría elementos y colores que en teoría no van juntos para reflejar libertad absoluta: “Sentí que eso me pertenecía y fui construyendo una identidad mirando más el futuro que el pasado”, señala.
Habitar la ficción
Sus cuatro años como estudiante de arquitectura también repercutieron en las definiciones de Tagle: “Para mí pintar tiene que ver mucho con el habitar, creo que ahí hay un concepto arquitectónico que es importante, cómo me arraigo al territorio. Me interesó mucho poder crear lugares de ficción en los cuales pudiera habitar”, señala mientras muestra dos de sus obras.
La primera, una foto de gran formato de una playa en Chile y sobre ella, cañerías pintadas con colores inusuales. Explica que simbolizan la tecnología pero también representan las arterias de cómo funcionamos. Es además una fusión de cómo una cosa afecta a la otra:
“Cuando instalas una cañería en un paisaje se ve horrible, pero al tiempo ya está cubierta de musgo, por ejemplo. Entonces los colores, igual que con lo de la identidad, se fueron fusionando con efectos que el paisaje produce sobre la tecnología”, dice.
En esa obra el paisaje está mirado desde el punto de vista del ser humano, de cómo las personas habitamos. Mientras que en la segunda obra que elije para mostrar, la perspectiva es otra: es desde la naturaleza que muta para sobrevivir, que, como el camaleón, cambia de color y se adapta. En esta obra hay nuevas plantas, de colores y formas extrañas pero reconocibles e instaladas en entornos abstractos.
El arte inútil
Tus obras son esperanzadoras y a las vez desesperanzadoras, hay un mundo que ya no está pero nace otro…
Sí, es el renacer. Para mí la primera víctima será la humanidad, no la naturaleza; ella se regenera, ha sobrevivido dinosaurios. Y no es que no crea en el cambio climático, pero no me interesa ilustrar problemas, que es más o menos en lo que está el arte “de moda” hoy, yo quiero imaginar posibles soluciones, nuevos escenarios. El arte ha dejado de lado la imaginación, últimamente lo más importante es entender una exposición, no imaginar, dialogar, reflexionar. Creo que ahí el arte puede perder una de sus grandes cualidades.
¿Por qué crees que el arte está perdiendo la imaginación?
Son varias cosas, hay una sobre-intelectualización y se ha desvalorizado la imaginación. Hoy el artista trabaja más como un arquitecto, los talleres parecen laboratorios, son impecables, se trabaja en formato proyectos con temas acotados.
Creo que el arte está tratando de ser entendido más que vivido, la imaginación está mirada en menos, quizás es vista como algo infantil, poco intelectual. Hay cosas generacionales también, hoy un artista va a la universidad, es ayudante, postula a una beca, a una residencia que te lleva donde los curadores… Hay toda una industria que te afecta.
¿Se puso muy formal? ¿Hay poco espacio para ser artista?
Sí… Hoy me cuesta encontrarme con exposiciones que me remuevan las vísceras. Me da un poco de susto que de aquí a diez años tú vayas a una exposición y la misión sea entenderla. Para mí el arte tiene que ser “inútil”; el hecho que no tenga una función definida es clave. Hoy le buscamos razón y funcionalidad a todo y el arte tiene que ser vivido pero hay una sobredosis de academia y pocas cosas que me remuevan, que es lo que sí me pasa con la naturaleza.
Tagle dice tener una identificación espiritual con la naturaleza, en específico con el paisaje chileno. Y aunque en el escenario internacional ha tenido años exitosos– su muestra “Territorio portátil” en la galería Daniel Cuevas de Madrid fue destacada por ABC Cultural y en Pinta PArC, la feria de arte internacional más importante de Perú, vendió todo lo que llevó– siempre necesita volver a Chile, puntualmente a las Siete Tazas.
Todos los años pasa veinte días en ese parque, en una especie de retiro: se queda en una casa sin electricidad ni internet, son sólo él y los tiempos y colores de la naturaleza. Ahí se recarga para empezar de nuevo: necesita perderse, caminar, antes de emprender una nueva etapa en su pintura, que últimamente se ha ido simplificando:
“Hoy lo que más busco es pensar en el paisaje del futuro. Por otro lado, he ido limpiando mi trabajo de conceptos, ahora estoy buscando el sentido del paisaje, su efecto contemplativo. Los artistas que admiro siempre están yendo más profundo y poder hacer eso es lo que me motiva e inspira, pero para eso necesito volver a caminar más, darme la vuelta, empezar de nuevo, tal vez. Generalmente expongo y digo “listo, este libro se acabó». Pero también quiero sorprenderme a mí mismo, lo más rico del taller es cuando me resultó algo y no sé bien cómo lo hice. Yo tengo que ser el primer espectador de mi trabajo”.