La vida de Iván Navarro es tan intensa que tiene que salir a correr todas las mañanas para “despejar la cabeza un rato”. No es lo que uno esperaría de un artista, tradicionalmente hablando, pero bueno, Iván Navarro no tiene nada de tradicional. Radicado en Nueva York hace veinte años, su trabajo es una crítica permanente –y no por eso negativa– a la tradición: “El arte es una reacción a las tradiciones”, afirma. “Así es como se van descubriendo nuevas ideas apoyadas en lo que ya se ha hecho en la historia. Nada nace de la nada, supongo, todo viene de alguna parte”.
A los 44 años, Navarro goza del reconocimiento internacional. Ha expuesto en Europa, Nueva Zelanda, Corea e Israel, además de Estados Unidos y Chile, y su obra forma parte de importantes colecciones públicas y privadas, como el Guggenheim de Nueva York, la Saatchi Collection de Londres y la Fundación Arco de Madrid. En Chile su nombre resuena con más fuerza a ratos: primero lo hizo cuando representó al país en la Bienal de Venecia el 2009 con Threshold, que contemplaba tres de sus más importantes obras; más tarde, cuando ganó el Premio Altazor por ¿Dónde están?, instalación que consistía en un gran galpón oscuro al que se entraba con una linterna, y en cuyo suelo una enorme sopa de letras escondía los nombres de personas acusadas de cometer abusos contra los derechos humanos durante la dictadura chilena; y luego el 2015, cuando expuso en Corpartes la muestra Una guerra silenciosa e imposible que, más que retrospectiva, fue una gran recopilación de obras de distintas épocas que dio al público general una buena idea de su trabajo.
El arte de Iván Navarro se caracteriza por el uso de la energía eléctrica, el neón, los tubos fluorescentes y los espejos. Con ellos genera ilusiones ópticas, reflejos infinitos y falsos abismos, y reinventa elementos de uso cotidiano para dar pie a una reflexión social. Death Row, por ejemplo, es una conocida serie de puertas iluminadas con tubos fluorescentes que hace alusión a la pena de muerte en Estados Unidos. Este mismo trabajo sirve para explicar otra de las características de su arte, que es la “referencia a obras de otros artistas que en su momento marcaron el camino del arte moderno, aunque alterando el significado de las analogías y afectando elementos cruciales en ellas, o sea, modificando el rumbo original”, como explica Manuel Cirauqui, curador asistente de la Dia Art Foundation de Nueva York y quien ha editado ya dos libros del artista. Death Row, realizada entre 2006 y 2009, refleja la obra Spectrum V (1969) del pintor estadounidense Ellsworth Kelly: la pieza estaba compuesta por múltiples lienzos de un color, pero Navarro, además de cambiar el soporte, le dio un nuevo significado y una experiencia sensorial propia.
El minimalismo que dominó el arte en Estados Unidos en los 60 y 70 ha sido determinante en el artista, aunque sus expositores (entre los cuales el más influyente fue Dan Flavin) no han sido sus únicas referencias. “No tuve una escuela marcada por un tipo de enseñanza o estilo”, explica. “La PUC en los años 90 era bastante abierta a trabajar las influencias que uno tuviera. Sí fueron muy importantes algunos profesores como Eduardo Vilches, Eugenio Dittborn, Justo Pastor Mellado. También me han influenciado mis amigos, mi hermano (también artista) Mario Navarro y mi esposa Courtney Smith, con quien trabajo cercanamente haciendo muchas colaboraciones. Y otros artistas como Violeta Parra, Víctor Jara, Silvio Rodríguez, Jorge González, Félix González-Torres, Gonzalo Díaz, Atom™, Pinochet Boys, Sonic Boom y Depeche Mode”. Aunque es a sus papás –Nakor, el dibujante de historietas políticas del desaparecido diario La Epoca, y Lucy, quien le enseñó técnicas manuales que aplica hasta el día de hoy– a quienes reconoce un lugar especial: “Aprendí todo de ellos: el rigor, la actitud y la técnica artística frente a algún proyecto”, dijo Navarro en una entrevista hace algunos años.
Iván Navarro incorporó además tempranamente el cinetismo a la obra, como se puede ver en Satellite (1999). Eso lo llevó a la vez a explorar con otros soportes, como el video, la performance y la música. Uno de los más conocidos es Homeless Lamp, The juice sucker, del 2004, que consiste en un carro de supermercado construido con tubos fluorescentes (adquirida por el Guggenheim de Nueva York); el video muestra a Navarro empujando el carro por las calles. Es un artista multifacético que puede tener la cabeza en varias cosas a la vez.
Luego del trote diario, llega a su taller a las 10.30 de la mañana y ahí se pasa el día completo, “lamentablemente mucho frente al computador, haciendo bocetos de proyectos que después se transforman en dibujos técnicos”, cuenta. En ese espacio se hacen desde fotos de las obras hasta el ensamblaje de todos los componentes de una escultura, los que se mandan a fabricar en distintos talleres de Brooklyn. Mirar sus bosquejos es como sumergirse en su cabeza y tratar de descifrar su proceso creativo. Es entretenido ver los juegos de palabras que luego incorpora en sus obras y que gracias al reflejo en los espejos se multiplican por mil: “bed”, “me/we”, “open/ended”, “exodo”, “pachamama” y muchas más contienen un significado que él espera que el espectador logre comprender: “Creo que lo más difícil es cómo el artista logra comunicar a la gente lo que quiere decir. Porque cada artista tiene su propio vocabulario y eso es muy raro para la gente… es como descifrar un código”.
El 2017 trae para él exposiciones individuales y colectivas. En marzo tendrá una participación especial en The Armory Show, una de las más importantes ferias de arte de Nueva York, además de una muestra en la Galerie Templon de París. Más adelante publicará el tercer libro sobre su trabajo, hará una colaboración con su señora Courtney Smith en LAND de Los Angeles y una mini retrospectiva que viajará por Lima, Buenos Aires y Bogotá, para terminar el año en una exposición colectiva en el Guggenheim de Bilbao.