A esta familia siempre le ha gustado el sur de nuestro país. Veraneaban en Caburgua, tuvieron un departamento en La Puntilla y, aunque viven fuera de Chile desde hace más de 25 años, siempre les ha gustado tener un pie acá. Por eso, hace 6 años decidieron construirse una casa en Villarrica, un lugar para desconectarse del mundo y conectarse como familia. “Queríamos una casa cómoda, que todos pudiéramos disfrutar. Un lugar para invitar amigos, grande, pero muy acogedora”, cuenta Valentina Corral, su dueña, desde Inglaterra.
Y como construir una casa con un océano y miles de kilómetros de distancia no es fácil, tuvieron que armar un buen equipo. La arquitectura estuvo a cargo de Matías González y Alfredo Fernández, con quienes hicieron clic rápidamente. “Nos captaron muy bien”, cuenta. Y el encargo fue súper claro. “No queríamos una casa que se viera como un fuerte. Queríamos un lugar muy pensado, que se metiera entre la naturaleza increíble que nos rodea”, recuerda Valentina. Para eso, la búsqueda de los materiales fue parte importante del proceso. Usaron vigas de coihue, junto a otras maderas y piedra para el interior; y el exterior, también de madera, lo pintaron negro.
Como Valentina y su marido viven en Inglaterra, para ella había una sola opción a la hora de armar la casa: hacerlo allá. Con los planos en la mano, recorrió mercados y anticuarios dentro de Europa, y de a poco y con mucha calma –“no queríamos hacerlo a la carrera”, dice– fue juntando todo lo necesario para darle vida, y harta vida, a este rincón en el sur del mundo. Se preocupó de encontrar objetos con historia, que le hicieran sentido, y cuando terminó la tarea titánica, mandó un container a Chile con todos sus hallazgos.
Así, llegaron las mesas, los adornos y las rarezas que le dan a esta casa ese toque único. Como los álbumes de fotos del 1700 y 1800 con tapa de cuero que se ven en el living (y que todavía tienen las fotos originales), o los candelabros que están sobre la larga mesa de centro, hecha con antiguas banquetas francesas. Claro que también usó algunos elementos de la zona, como artesanías locales, que se ven en varios lugares de la casa. O las pieles de oveja, repartidas estratégicamente para lograr un espacio bien acogedor.
Después de todo este minucioso trabajo, y ya convertidos en amigos los dueños de casa y los arquitectos, se les ocurrió una idea. “A los arquitectos les gustó tanto cómo había quedado el espacio, que decidimos armar una tienda juntos, con este mismo concepto. Así fue como nació Puerto Blanco”, cuenta. La tienda, que partió como una puesta en escena itinerante, donde se vendían cosas que Valentina buscaba en ferias y mercados en Europa –y que desaparecían apenas pisaban suelo chileno–, hace dos años encontró un lugar físico, para instalarse. Y ahora, con Carla Pirola, su nueva socia, están cambiando la locación: muy pronto abrirán una tienda “increíble”, como ella misma la define, en Alonso de Córdova.
“Me encanta atreverme a poner cosas donde no es obvio, jugar con los elementos para crear una composición entretenida, darle una vuelta a lo más establecido y, finalmente, darle nueva vida a los elementos”, cuenta Valentina cuando le pregunto cómo definiría su estilo, el que se repite en su tienda y en la casa de Villarrica, el punto de partida de todo. Ahí se pueden encontrar lámparas hechas con antiguos pedazos de rejas o una colección de balanzas en la cocina. “Me encanta dramatizar los espacios reciclando la historia”, cuenta.
Y con una casa tan espectacular, con vista directa al volcán y al lago Villarrica, el exterior no se podía descuidar. Por eso, trabajaron con la paisajista Teresa Moller. “Lo que queríamos era mantener lo autóctono de la zona”, dice la dueña de casa. Están rodeados de un bosque que tiene casi 500 años, y querían aprovecharlo al máximo. “El jardín quedó impresionante. Fue un gran trabajo, lleno de detalles, que logran un jardín bien chasconeado. Parece como si hubiera estado ahí toda la vida”.