Cuesta escribir de una amiga que se quiere tanto, se mezcla el cariño con la realidad, y es difícil saber por dónde empezar porque son miles los años de amistad. Pero hay cosas claras incluso en esta historia: su protagonista no es cualquier persona, eso sí que no. La Isabel es divertida, auténtica, tiene una cosa distraída que quiebra el hielo y que la hace querible y muy cercana.
No cocina, pero en su casa siempre se come rico, sabe bien dónde comprar o qué encargar. Tampoco le gusta la decoración, pero busca ayuda para rodearse de cosas lindas y espacios acogedores, lejos lo que más le importa. Esa dualidad es muy suya, y está presente en todo lo que hace.
Por años dejamos de verla los fines de semana porque se iba a Pumanque, un pequeño pueblo cercano a Santa Cruz, donde todos los viernes partía junto a sus tres niños. Su marido, Ricardo Marín, compró el campo a través de un aviso, sin conocerlo, y cuando llegaron se enamoraron completamente de sus encinos enormes, de su terreno bajo un cerro y de su casita de inquilinos.
En un primer momento arreglaron la pequeña casa a la usanza chilena, haciendo adobe en el mismo jardín, y con lo básico. Justamente esta austeridad era lo que más les atraía del lugar. “Queríamos que los niños crecieran en contacto con la naturaleza, que tuvieran animales, que anduvieran en bicicleta en los cerros, que jugaran al aire libre”. Lamentablemente unos años después Ricardo tuvo un accidente y al poco tiempo gran parte de la casa, hecha completamente en adobe, se destruyó con el terremoto de febrero del 2010, por lo que le tocó a la Isabel hacerse cargo de su reconstrucción. “Me propuse levantar esta casa en pocos meses, y tenerla lista ese mismo año para el 18 de septiembre”. Y lo logró, porque aunque los plazos en construcción jamás se cumplen y había que apurar a un grupo de maestros, todos hombres y muy machistas, cuando ella se propone algo, los que la conocemos sabemos que lo va a cumplir, y con creces. Además de levantar la casa, le agregó una terraza, un quincho, un fogón y la llenó de nueva vida, comenzó a invitar a sus amigos, los niños ya más grandes a convidar a sus compañeros y al poco tiempo ya había que armar carpas en el jardín para que hubiera espacio para todos.
“Me di cuenta que para que este lugar perdurara en el tiempo, y siguiera siendo un buen panorama para mis niños, tenía que ampliarlo”. Llamó al arquitecto Germán Margozzini, y juntos decidieron mantener el espíritu campestre, y al mismo tiempo hacer una casa práctica, para muchos y para pocos.
Para empezar, le dieron más luz natural a la construcción original transformando las pequeñas ventanas en grandes ventanales, cambiaron el piso, pintaron los cielos, patinaron las vigas al albayalde y se contrató al iluminador Rafael Rivera para la iluminación interior y del parque. “La casa original era muy cerrada y oscura, por lo que decidimos abrirla y dejar todos los espacios interconectados para lograr una unidad espacial”, explica el arquitecto. Eso sí, en vez de ampliarla decidieron construir otra casa a continuación de ésta, una U, cosa que si va sólo la familia, no es necesario abrir un gran caserón. Ambas casas las unieron por un lindo patio de piedra, por lo que visualmente parece que fuera sólo una, “y siempre sabes lo que está pasando atrás, aunque no estés ahí”, cuenta Isabel.
Esta segunda construcción mantuvo el mismo estilo de la casa existente y está hecha en torno a un gran corredor, por lo que cada pieza tiene una entrada independiente a la otra, las que se van abriendo en la medida en que estén ocupadas. “La pensamos como un pequeño hotel boutique, para que tanto las visitas como la dueña de casa tuvieran independencia y comodidad”, explica Germán Margozzini.
En Pumanque es alta temporada todo el año, para el 18 de septiembre ya está completamente reservada, siempre en el estilo relajado de la Isabel, con grandes asados a la hora de almuerzo, largas horas del té, y el carretón y los caballos listos en las tardes para los paseos por el cerro. “Los campos son muy personales”, dice ella, “nunca va a haber uno igual al otro porque uno los va formando por completo. En ese sentido siento que este lugar tiene nuestra identidad, es cómodo, relajado, familiar y sin grandes pretensiones, sólo pasarlo bien. Y Germán logró materializar mi idea a la perfección y me ayudó a pensar en un lugar en el que el día de mañana también podrán gozar mis nietos”.