La historia de esta casa comenzó a escribirse hace unos 35 años, cuando los papás de Roberto Sivori le regalaron –poco antes de que se casara– una antigua casita de inquilinos dentro del campo Los Quillayes, en Rapel, que era de su familia materna desde fines del siglo XIX. Esta consistía básicamente en dos piezas, un baño, un corredor, una cocina aparte y una bodega que ellos usaron por mucho tiempo mientras se construían algo más definitivo.
“Cuando veníamos con mis suegros no había luz eléctrica, sólo un motor que se apagaba a las doce, y el refrigerador era a gas. Nuestro panorama era salir a pescar al lago en un bote a remos. Se pescaba mucho pejerrey, tirabas la caña y en media hora podías sacar 40 pescados”, recuerda Catalina Correa.
Roberto y Catalina siempre tuvieron la idea que antes de tener cualquier propiedad en Santiago arreglarían esta casa, emplazada en una colina a cinco minutos a pie de la orilla del lago. Y empezaron a hacerlo de a poco. No botaron nada de la construcción original, más bien fueron parchándola y adaptándola a su realidad familiar con nuevos niveles, escaleras para arriba y escaleras para abajo. En esa tarea fue clave la ayuda de la decoradora Ximena Urrejola, “quien le puso gusto a la casa”, aseguran sus dueños, y quien los orientó en las modificaciones que le hicieron junto a maestros de la zona. Hoy tiene siete dormitorios y seis baños, distribuidos en tres pisos, dos livings, un comedor y muchos rincones perfectos para sentarse a conversar, echarse a leer un libro o simplemente mirar el paisaje.
Se inspiraron en la casona que los bisabuelos de Roberto tenían en este campo, de estilo chileno victoriano, con grandes corredores con parrón
–ideales para protegerse del calor durante el verano– y suelos de baldosas. En un comienzo la decoración estuvo únicamente en manos de Catalina, quien se dedicó a ir a demoliciones y a ferias de antigüedades en busca de puertas, ventanas, manillas y todo lo que les sirviera para dar con el look de casa de campo que querían. “Roberto siempre tuvo la idea de un lugar que por fuera no dijera tanto, pero que al entrar fuera una caja de sorpresas, llena de muebles lindos”, cuenta.
Aunque la casa está a pocos metros del agua, este matrimonio, sus cuatro hijos, tres nietos y los amigos que siempre los acompañan, hacen más vida de campo que de lago. Sus días en Rapel comienzan y terminan en los paltos que Roberto y sus hermanos plantaron hace 15 años y que se han convertido en un punto de referencia para quienes visitan la zona. Por las mañanas es ahí donde trotan o andan en bicicleta, y donde, al atardecer, hacen largas caminatas –boina y bastón en mano– junto a sus perros. Están también los paseos a caballo, las subidas al Mogote (el cerro más alto del campo, desde donde se ve, por un lado, la represa y, por otro, el sector El Manzano), la recolección de moras con los niños, el jardineo y el cuidado de la huerta, los aperitivos bajo el parrón, los asados en el otro parrón, las tardes de piscina, los partidos de tenis y la imperdonable siesta.
“Lo primero que se me viene a la mente cuando pienso en Rapel es la familia, lo exquisito que es estar todos juntos acá, el relajo, el olorcito rico… Olor a eucaliptus, a chimenea, a aire puro, en invierno; y a pasto seco, en verano”, dice Catalina.