Uno podría hablar horas y horas del trabajo de Juan Grimm. Ha creado escenarios de implacable belleza, jardines en los que es imposible advertir la intervención del hombre y en los que la naturaleza se desarrolla con total libertad. Este arquitecto de formación y paisajista hecho a pulso es un convencido de que “no se inventa un jardín; sólo se toma parte de la naturaleza”. A su haber tiene alrededor de 600 parques y jardines y ha acumulado tantos kilómetros de tierra proyectada que tal vez podría dar la vuelta al mundo. Cuál más excepcional que el otro, hay uno incluso más mágico, poético y puro… el de su refugio en Los Vilos.
Está en una geografía potente, en un terreno donde la tierra parece lanzarse al Océano Pacífico. Cuando Juan llegó por primera vez a este pedazo de paraíso, quedó impresionado por lo solitario y apacible, por la fuerza de la topografía y las impresionantes vistas que podría disfrutar a 25 metros sobre el nivel del mar. De eso ya han pasado veinte años y no ha habido casi ningún fin de semana que no lo haya disfrutado como a él tanto le gusta: jardineando, dibujando, cocinando y contemplando.
Levantar una casa en lo alto del terreno fue lo primero que hizo. La simple observación de la infinidad de formas que se dibujaban en el roquerío hizo que Juan decidiera que esta construcción debía ser como otra roca más del despeñadero. Tomó su colorido y texturas para dar vida a este refugio. Fue así como piedra, hormigón y madera se dejaron subyugar por su ojo y más tarde por el poder de la naturaleza. Dice que “la arquitectura sólo se transforma por el paisajismo. Es lo que ha pasado aquí. La casa se transforma en una roca, tal como corresponde a este lugar”. Y con los años se ha vivenciado aún más. Hoy en día está metida en esta vegetación, con ese paisaje sinuoso y entre chaguales y pinos. En sus muros treparon enredaderas y el paso de las estaciones del año permitió que se cubriera tal como lo vemos hoy.
Más allá de la casa, lo que importa es definitivamente el entorno. Cada guiño arquitectónico reluce una vista diferente y un paisaje distinto. Es ante todo un mirador. Un gran pasillo translúcido, lucarnas que la recorren y hacen que con un halo de luz se extienda por su interior, o grandes ventanales que evidencian la majestuosidad del paraje, los pozones de agua, y esa vegetación de matorral que pareciera haber estado siempre ahí de forma natural.
Quizás la mano de Grimm dio un acento más verde del que se espera en esta zona, la de una vegetación del bosque esclerófilo, llenos de litres, baccharis, lúcumos silvestres o puyas. Tal vez él mismo se autocritique porque trasformó este paisaje con tanta identidad. Pero hay algo claro, este es un lugar que toca el alma de quien lo recorre.