El camino bordea el muro blanco de adobe por varios metros hasta que llega a un portal que dice “La Higuera”. “Antes, en este lugar habían varias higueras”, cuenta su propietaria, recordando cuando llegó a vivir a esta parcela junto a sus padres hace ya muchos años, cuando tenía 12 años de edad. Hoy tiene 71, y tras enviudar decidió volver a la casa donde creció. No lo cambiaría por nada. Acá tiene la tranquilidad del Cajón del Maipo, los miles de recuerdos de su infancia, los muebles que fabricó su papá, un jardín de una hectárea que colinda con plantaciones de chacarería y el sonido de las acequias y del río. “Este fue un proyecto de mis papás cuando ya tenían como 60 años. Dejaron Rancagua, donde vivíamos, y se vinieron para acá. Yo era la menor de cuatro hermanos, la única que seguía con ellos y me tocó acompañarlos en el proceso”, cuenta.
La parcela que su papá, Guillermo Guzmán, compró en 1954 tenía seis hectáreas –que plantó con uva de mesa– y un refugio cordillerano de adobe y tejas de cerca de 200 años de antigüedad. Aunque era agrónomo, sus actividades favoritas eran construir y fabricar muebles. “Era muy artista, le dedicaba mucho tiempo a sus diseños”, recuerda su hija. Amplió la casa manteniendo el lenguaje de la construcción original, con un volumen de concreto cubierto en barro con cielo de coligüe y vigas de madera donde cupieran un enorme living, un comedor y la cocina. “El pintó, talló y esculpió este lugar. Fue el arquitecto y construyó con sus maestros. Es bien simpática esta casita, está llena de chistes y rinconcitos bonitos”. Muebles en obra, otros de albañilería más elaborada –como una réplica de una sacristía de claustro de Tasco–, la puerta de entrada o el mueble de cocina hecho con postigos de demolición son algunos de sus legados. Estos se mezclan con antiguos objetos heredados, muebles ingleses, y una que otra joyita, como el antiguo bargueño.
Desde el living, la vista se pierde entre los canelos, pimientos, magnolios, y lirios. “Cuando estoy aquí es como si estuviera fuera. Tengo una hectárea de jardín, fue obra de mi mamá y yo me encargo de mantenerlo. En octubre esto es una fiesta de flores”.
Pero acá todavía hace frío. Y en las tardes se aprovecha de hacer uso del brasero, cuyo calor inunda el lugar. Este, con su campana de cobre rodeado de una medialuna de muebles en obra diseñados por su padre, es uno de los espacios más especiales del lugar. “A veces me siento como en Grecia”, dice ella. Mirando las brasas la propietaria dice: “Todo esto es un homenaje a mis papás. Quise hacerle un reconocimiento a una casa que fue parte de ellos”.