Pueden ser las historias de brujos y fenómenos naturales inexplicables, los paisajes conmovedores, la calidez de su gente o una mezcla de todas las anteriores, pero si hay una cosa clara es que Chiloé tiene algo especial, una magia que atrapa y encanta. No es raro escuchar de gente que va de vacaciones y decide quedarse, y otros que apuestan por convertir esta isla en su lugar de escape. Los dueños de esta casa llegaron a Punta Chilén, a poco más de 40 kilómetros de Ancud, hace ocho años, gracias a una amiga. Fueron varias veces hasta que finalmente se compraron una casa chica, que arreglaron junto a un par de maestros. O, como dicen, la maquillaron: pintaron el piso, el cielo de coligües lo dejaron blanco y le pusieron ese toque bien propio. Hasta que después de un par de años les quedó chica. Los hijos, los nietos, los amigos… Todos querían estar ahí y el espacio era poco, así es que decidieron construir una casa nueva en el mismo terreno, junto a la huerta que habían armado.
Al principio, la idea era sólo hacer un quincho: un espacio donde estuviera el living, comedor, cocina y un baño, y dejar la casa antigua para dormir. Pero de a poco el proyecto se fue ampliando. Los dueños de casa se empezaron a entusiasmar y junto a Baltazar Sánchez, el arquitecto, armaron una casa perfecta para toda la familia, que tiene a la huerta como protagonista –“para que los niños jueguen y vayan a buscar lechugas”, cuentan–, justo al centro de la construcción.
“No queríamos agredir el paisaje y no queríamos agredir a la gente”, dicen los dueños de casa. Y Sánchez agrega: “La idea era construir con puros materiales propios de la isla y trabajar con un constructor local. Hacer lo que ellos sabían hacer”. Querían lograr un espacio que fuera una mezcla entre un galpón antiguo y una típica lechería del sur, pero finalmente la inspiración la encontraron ahí mismo: en la casa de Pablo Neruda en Ancud, una construcción de zinc oxidado, que se funde con el paisaje.
Los materiales fueron entonces los más auténticos que pudieron encontrar: madera de pino para toda la estructura, planchas de zinc –que el arquitecto logró envejecer a punta de experimentos con ácido en el jardín de su casa– y un solo gran lujo, el mañío antiguo para el piso que lograron reciclar de una casa en Puerto Varas.
Además de la austeridad en los materiales, tenían algo claro, y es que querían un gran lugar donde pasara todo. Un quincho donde pudieran cocinar, conversar y descansar a pesar del clima, un espacio que lograra acoger a este familión sin problemas. Y así lo hicieron. La nave principal reúne la cocina, el comedor y el living, todo sin paredes y con las mejores vistas a la playa. “Lo primero que hacemos en la mañana es prender la chimenea y la cocina a leña; ahí está siempre el fuego, listo para calentar este espacio o para hacer un pescado a la parrilla”, cuentan.
En este espacio el arquitecto hizo unas ventanas altas, que dejan que el cielo se meta en la casa. “Decidimos hacer estas vistas controladas y, como el cielo cambia todo el día, puedes ver la lluvia, el viento, el sol… En el verano, con la luz de la tarde, todo se tiñe de dorado”, cuenta Sánchez. Y los dueños de casa agregan: “Fue una idea genial. Vemos los pájaros, las gaviotas, todo lo que pasa en el cielo. Es un cuadro constante, una película”.
Además hicieron tres piezas, cada una con un clóset donde también hay un camarote, perfecto para los que van con hijos chicos. Como en la casa antigua se escuchaba todo de un espacio al otro, acá decidieron hacer pequeños patios entre las piezas, para evitar al máximo el ruido. Los pasillos de la casa también fueron un tema: son anchos y amplios, para que en los días de frío y lluvia los niños puedan jugar adentro. En uno de ellos, instalaron dos caballos de carrusel que encontraron en los galpones de Mapocho, que se han convertido en la atracción principal apenas llegan los nietos.
Los caballos no fueron lo único que llegó directo de los anticuarios a esta casa. Sus dueños son coleccionistas y amantes de los “cachureos”, como les dicen, así es que este lugar está lleno de tesoros. Las lámparas de latón antiguas que recorren la nave principal eran de la estación de ferrocarriles de Iquique, y las encontraron en el Parque de los Reyes; los sofás los mandaron a hacer a un maestro y los tapizaron con géneros de Le Cotonnier; la mesa de centro era una fuente de madera para hacer chicha de manzana que transformaron; y también hay un par de cosas nuevas, como las sillas de Pórtico que están en el living o la lámpara de reglas que está en la entrada y que se trajeron de Estados Unidos. En las paredes hay obras de amigos y artistas queridos, como los cuadros de Sol Correa y la escultura de Vicente Gajardo.
La mayoría de los muebles, como los de la cocina y el gran librero que cubre toda una pared del living, fueron hechos por los mismos maestros de la zona que construyeron el resto de la casa. “Los hombres chilotes se caracterizan por ser buenos artesanos, de toda una vida. Tú ves las iglesias, los botes… Trabajan la madera como en ningún lado”, dicen.
En el exterior, rodearon la casa de verde y de flores del vivero Granja Quilarayen en Puerto Varas para tratar de seguir con el bosque autóctono que está al lado. Afuera está también uno de los espacios que más han gozado: una terraza con un fogón al medio, donde confiesan que se han quedado hasta las tantas de la madrugada, sin importar el frío… Y es que en esta casa la conversación fluye, igual que el vino y la buena comida. Así es que sus dueños ya empezaron a recolectar mantas y chales, para no tener excusas y poder disfrutar de esta vista única. “Acá todo tiene un sentido de contemplación, es una casa para meditar. Es el lugar donde somos más felices”, rematan.