Cuando César Becerra, Fernando Puente Arnao y Manuel de Rivero, de 51-1 Arquitectos, recibieron como encargo proyectar una casa en un gran terreno que contaba con 25 árboles añosos, de hasta 15 metros de altura, no dudaron en adaptar esta construcción a la vegetación limeña. El terreno también tenía un gran valor sentimental para el dueño de casa, quien recordaba haber jugado entre esos árboles cuando era chico. Para él, era un espacio intocable. “Una de las mayores deficiencias de Lima es precisamente su carencia de árboles, debido a la ausencia de lluvias. Siendo tan preciados, no quisimos tirar abajo ninguno”, cuentan los arquitectos.
Ese fue el primer paso para la concepción de la Casa Serpiente, como bautizaron a esta construcción en el barrio de San Isidro. Pero había un desafío extra: los dueños de casa querían que todo estuviera en un solo nivel. Los arquitectos, entonces, se inspiraron en la forma del reptil para proyectar esta casa. “En lugar de optar por un volumen compacto que ocupase el suelo e interfiriese con los árboles existentes, alineamos todo el programa esquivándolos y rodeándolos, y elevándose suavemente del suelo hasta alcanzar la altura de las ramas, liberando el jardín y más bien ahora mirándolo de diferentes perspectivas”, cuentan. En esos serpenteos, la casa produce diferentes jardines: un patio central, jardines laterales más privados, un jardín frontal de pasto y un jardín de grava cubierto.
Aquí, la relación del interior con el exterior es fundamental, y una que se puede aprovechar casi todo el año gracias al poco cambiante clima de Lima. La forma de la casa, que es casi como un espiral, arma un recorrido con múltiples entradas, logrando un espacio donde la familia puede estar siempre a la vista. Y aunque la casa funciona completamente en un solo nivel, donde se reparten las piezas de sus tres hijos, el dormitorio principal, el living, la salita, la cocina y el comedor, también tiene un piso más abajo, a la altura del jardín, donde están los espacios de trabajo de los dueños de casa, dándoles un poco más de independencia.
Como uno de los encargos era lograr un espacio contemporáneo, con mucha luz, los arquitectos reforzaron esta idea a través de la materialidad. Para la fachada eligieron un acabado muy oscuro, que se mezcla con el concreto en bruto que recubre otras áreas y los grandes ventanales que permiten ver los árboles, la piscina, el jardín y el movimiento en el resto de la casa. Y en el interior, todo está cubierto de blanco: muros, pisos y techos. Sólo hay algunas excepciones, como el cuarto de juegos hundido que pintaron de naranja, o el techo del living, que cubrieron con madera para mejorar la acústica.
Uno de los espacios que llama la atención en esta construcción está justo al lado del comedor: ahí instalaron un anexo de la cocina, perfecto para preparar la comida mientras los niños juegan en la piscina –que se ve desde el gran ventanal– o cuando hay visitas. “No quería estar en la cocina haciendo el risotto sola. Querían estar revolviéndolo y haciendo salud”, cuenta la dueña de casa, para quien la cocina es un tema central: es chef y tiene su propia compañía de pan artesanal.
Para los dueños de casa era fundamental lograr una casa ultra conectada, donde casi no se notaran los 400 metros cuadrados construidos que la componen, y donde siempre pudieran tener a sus hijos a la vista. “Esto es exactamente el opuesto a la mayoría de las casas latinoamericanas, con sus comedores y livings rara vez habitados y muy divididos. Para nosotros, estos espacios son centrales en nuestra vida diaria. Hay una sensación real de conexión”, cuentan.