El matrimonio dueño de esta casa vive en Santiago, pero parte a Zapallar todos los fines de semana, religiosamente, a disfrutar de la casa que se hicieron hace poco más de tres años. Encaramada en un cerro y con una vista envidiable a toda la bahía, acá todo gira en torno a los espacios comunes. Los arquitectos Mauricio Léniz y Mirene Elton fueron los encargados de diseñarla, algo que no les resultó tan difícil ya que es la cuarta vez que trabajan con ellos. “El encargo fue hacer una casa sólo para ellos, donde pudieran recibir visitas. Hicimos un solo nivel, como un gran loft, que tiene divisiones según los diferentes recintos. Es una construcción de formas muy simples, donde el principal objetivo fue dejar despejada la vista hacia el mar”, cuenta Mirene. Toda la fachada sur se hizo vidriada, con grandes ventanales que van del piso al techo. Además, para lograr un poco más de luz norte, agregaron lucarnas que recorren toda la casa, desde la cocina a las piezas.
La decoración estuvo completamente a cargo de la dueña de casa, quien tomó muchos muebles de la que tenían antes en la misma playa y los reacomodó en este nuevo lugar. Hay recuerdos de familia, mesas que se trajeron del campo y también un par de cosas nuevas, siempre teniendo en mente un estilo bien simple y moderno, que destacara los espacios abiertos que distinguen su diseño, con hartos toques de color. Muchos muebles se los trajeron de afuera y cada cosa que pusieron está pensada y buscada. Como dicen ellos, acá “nada está al azar”.
Para el paisajismo también eligieron a alguien que los conocía de cerca: su hija Macarena Fernández. Mientras la casa todavía estaba en pleno proceso de construcción, Macarena se puso manos a la obra junto a su socia, Francisca Salas. Entre las dos armaron de nuevo el jardín, recomponiendo la estructura original del cerro y agregando plantas que ayudaran a contener.
“Lo más importante era que no se tapara la vista en ninguna pieza. Todo el paisajismo apuntó a eso, a lograr una prolongación llena de color”, cuenta Macarena. Con esto en mente, decidieron ocupar plantas nativas de jardines de la zona, además de unas pocas introducidas, pero siempre de climas costeros, que se dieran bien en este lugar. Así, poco a poco, el jardín se fue llenando de proteas, ágaves, suculentas, gramíneas y puyas, que, como ellas mismas explican, forman un “chorreo de colores”.
Para darle coherencia decidieron guiarse por los mismos colores que se usan dentro de la casa, llevando el interior al exterior. Hay burdeos, lilas y amarillos, puros colores que llaman la atención desde lejos, creando un paisaje armónico que realmente se transformó en una obra de arte que se ve desde todos los ventanales de esta casa. Como las paisajistas explican, este es un jardín de contemplación, no de estar. Aunque los niños gozan recorriéndolo cuando van de visita, acá no hay pasto, lo que lo hace mucho más fácil de mantener.
El gran jardín está dividido en dos partes por un camino, donde los arquitectos hicieron una pirca con piedras que eligieron casi a pulso. A un lado está la parte más nativa, donde se reutiliza el agua de la casa para el riego y hay todo un sistema para hacerlo más eficiente. En el otro lado, en la parte que está más cerca de la casa, es donde se concentra casi todo el color. Además se preocuparon de elegir plantas que se movieran con el viento, para darle más vida a este gran cuadro.