Voy a partir contando un poco de la historia de la Cata Fernández, porque la vida me ha enseñado que los lugares, las casas, la forma en que se viven, son la mejor descripción de lo que cada uno es. Todo empezó como en los cuentos… había una vez, hace muchos años atrás (15 o 18), cuando yo trabajaba como productora en esta revista, me pidieron hacer la producción de su casa en Los Domínicos. Nunca ha sido fácil llegar a los lugares donde ella vive, son como nuestro desierto, hay que ir descubriéndolos, no son evidentes, sorprenden… A la vez, ella nunca ha vivido en barrios donde se supone que hay grandes calles ordenadas y amplias veredas impecables, alumbrado subterráneo, murallas que convierten las casas en verdaderas fortalezas, alarmas, cercos eléctricos, guardias y todo lo que conlleva vivir con miedo; todo lo contrario, en esa época a Los Domínicos se llegaba por un camino de tierra, y su casa estaba en una especie de parcela; en algún momento había sido la casa del cuidador y, si mal no recuerdo, se la habían prestado con la condición que ellos la arreglarían para vivir; el resultado era sorprendente, toda una «oda» al «saber vivir», sin ostentación, pura simpleza, buen gusto y refinamiento pero del verdadero, el que apela a todos nuestros sentidos. Fue un encuentro sorprendente con la Cata y sus tres maravillosos hijos.
Pasaron varios años, seis o más, y tuvimos nuestro segundo encuentro, ahora en la ladera del cerro San Cristóbal, en la Avenida del Cerro, en una antigua casa de esquina remodelada por ella y su familia. Después de entrar, uno nunca más quería salir; todos los que tuvimos el privilegio de conocer esa casa añorábamos vivir ahí. Nuevamente había creado un espacio lleno de magia, poesía y belleza, donde todo y todos los integrantes formaban una armonía imposible mejor. El sinsentido que es el mejor de los sentidos, no sobraba nada, con la misma sencillez y refinamiento de lo que es de verdad. Todo estaba ahí para ellos y nada tenía que combinar con nada, simplemente «era”. Había vida, pasaban cosas en el interior de cada uno que la habitaba, uno entraba pero salía diferente, era una «experiencia».
Todo cambió de repente. Martín, su hijo mayor, subiría a la cumbre más alta donde puede llegar un ser humano, tal como lo había hecho tantas veces en su Patagonia tan querida, Campos de Hielo, Cajón del Maipo y muchos lugares más, y en ésta última escalada al cielo también llevaría a la Cata, sus hermanos y sus perros a ascender cuatro pisos y a un nuevo paisaje en sus vidas…
A Las Violetas, su nueva casa, se llega atravesando muchas calles con nombres de flores: Las Hortensias, Las Dalias, Los Cactus… hasta llegar a un edificio antiguo, con mucho estilo, recubierto en ladrillo con un antejardín desprovisto de rejas, sin conserje, pura presencia, como todo lo bueno de antaño, con una distinción y señorío de lo que queda poco en nuestro querido Santiago, calles angostas, balcones donde los vecinos se saludan, donde nuevamente se compra en el almacén de la esquina, donde vuelve la «humanidad», donde las personas se encuentran.
En este edificio no hay ascensor, aquí se tienen que subir cuatro pisos a pie, por lo tanto, para llegar a vivir ahí, la Cata y sus hijos y perros tuvieron que venirse «livianos de equipaje». Aquí, en Las Violetas, se vive el día, se compra para el día, se respira el día y también se agradece el día. Para llegar aquí hay que soltar todas las seguridades a las cuales nos aferramos tanto y cuando se llega por fin al cuarto piso, se llega a este «pedazo de cielo».
Sí, es el último piso, el único que tiene una terraza volada donde se mira el cielo, las copas de los árboles, llena de maceteros con naranjos, plantas, enredaderas, aromas y madera. Aquí y ahora está la Cata y su familia viviendo en un nuevo estado de tranquilidad y paz, una felicidad nueva que no está basada en el éxtasis, sino en la libertad que da la verdadera felicidad, los desapegos, las pérdidas, los instantes de inmensa felicidad, como también los instantes de inmenso dolor; aquí están… cuatro pisos más arriba.
Todo está bien, el comedor integrado a la cocina, con sus muebles hechos en obra donde se guardan los platos, vasos, cubiertos, todo a la vista, no hay nada que custodiar, está todo ahí y no hay más por el momento. Seguramente la vida, como lo ha hecho hasta el momento, pondrá o quitará lo que haga falta. El living es más bien chico comparado con el de su casa anterior, aunque caben los mismos muebles de siempre un poco más apretados, los mismos sillones y sofás que convidan a echarse para conversar, tomar, reírse y también llorar. Las murallas con cuadros que han sido elegidos, otros pintados por amigas muy queridas, fotos, repisas llenas de libros, libros que se leen, se marcan y se vuelven a leer, música que también se elige. Está la chimenea que no se prende, pero que con su presencia acompaña a las veladas de buenos amigos. Un poco más allá, el escritorio de la Cata, una mesa enorme donde trabaja en sus proyectos y cabe todo el orden y desorden que tiene sentido. Al lado, el dormitorio principal aislado del resto, que convida a recogerse en la intimidad.
En este departamento nada sobra, los espacios se viven hasta el último rincón, es para ellos. Todo se ha ido escribiendo página a página como un buen libro. La Patagonia impregnó a la Cata desde que nació con su naturaleza profunda, con sus cielos profundamente azules, sus nubes profundamente blancas, los bosques profundamente verdes y sus noches profundamente negras, las estrellas brillantes y esa luminosidad que nadie olvida. Todo esto está adentro de la Cata, adherido a su piel y también en la de sus hijos. Así es su vida, aquí no se vende ni se disfraza, sólo se «es». Diego Maquieira describió este departamento así: «Una casa en altura, de gran calidez, uno encuentra un jardín y un refugio con un alto factor humano, es una terraza y un jardín, como los jardines colgantes de Babilonia».