Los años no han pasado en vano por esta casa. Aunque quizá el cambio más significativo sea la vista, porque ese Santiago plano y reducido de hace tres décadas, hoy se empina hasta el cielo y sus límites se pierden en el horizonte. El resto sigue siendo la imagen de la perfecta acrópolis romana, esa de muros altos, simetría perfecta y patios con trabajados jardines. Pero con el señorío y la prestancia que dan los años.
Construida por el recordado Christian De Groote, a más de mil metros de altura, el mismo arquitecto reveló que al proyectarla se inspiró en las virtudes propias del terreno –curiosamente plano a pesar de estar en la mitad del cerro– y también, en el insólito hecho de que era usado por los hombres-pájaro para lanzarse al vacío: “Entonces surgió la idea de hacer una casa de líneas simétricas con dos grandes alas paralelas y con una vista panorámica de casi 360 grados”.
Desde entonces, esta verdadera acrópolis en versión criolla, ha dominado desde lo alto el intenso ritmo capitalino. Por fuera sus paredes siguen pintadas del color terracota escogido por el arquitecto y sus dueños, tono que se funde con las rocas del cerro que la contiene, con el verde del entorno y del jardín. Diseñado por Teresa Chadwick, esta paisajista siguió –como ella misma admitió– al pie de la letra la instrucción de darle un aire de villa italiana. Hoy está más grande, maduro y los árboles más frondosos, pero perdura la simetría de origen, además de las ánforas, esculturas, pilas y escaños.
Por dentro, la casa ha sufrido pocos cambios, pero significativos. Hace algunos años poncearon los muros del hall de entrada en un rojo muy teatral y escogieron este mismo tono para transformar el living. En esa oportunidad, retapizaron los sofás y engeneraron los muros con telas francesas. El artista Alejandro Rogazy pintó el cielo y escondieron la chimenea tras una enorme tapicería belga. El resto sigue igual de impactante; prueba de ello es el comedor, con un imponente biombo original chino y una soberbia lámpara de cristal de Baccarat.