Viene de Buenos Aires y está por partir a Taipei. Sólo este mes ha estado en Montevideo, París y Nueva York. Hay semanas en las que el interiorista Sergio Echeverría pasa más días a bordo de un avión que pisando la tierra. Durante estos viajes se inspira. Se asombra. Pero sobre todo trabaja. Dos veces al mes viaja a Buenos Aires, donde está haciendo el nuevo Hotel Alvear y el proyecto de Alvear Tower, que será el proyecto residencial de lujo más alto de Latinoamérica con 60 pisos. Cada 30 días viaja a Lima, donde hizo el espectacular The Westin y luego a Bogotá, donde está diseñando el próximo Grand Hyatt de la ciudad.
Aunque Sergio se tituló con honores como arquitecto en la Universidad de Chile en 1985, le bastó un año en una oficina para darse cuenta de que se aburría. “Lo que hago ahora es arquitectura a otra escala. Cuando haces edificios trabajas en un 1 a 100 y cuando haces interiorismo estás en una escala 1 a 1”, dice. Lleva más de 25 años trabajando como interiorista. El 2003, junto a Max Cummins, hizo el Ritz-Carlton de Santiago, este fue el punto de partida para diseñar hoteles. Luego Sergio siguió con el proyecto del interior del Hotel W de El Golf. ¿Su sello? Máxima elegancia y vanguardia. Pero nada predecible. Es apasionado, inquieto, curioso. En su escritorio suena Debussy y al instante siguiente Los Prisioneros.
Sobre su mesa de trabajo hay planos de sus próximos proyectos, libros de Annie Leibovitz, Alfredo Jaar e Iván Navarro. Hay una viñeta de TinTin donde aparece ilustrado a bordo de un avión. Una colección de cajas de fósforos antiguos y una bola de cristal que compró en México. En esa simultaneidad, él sabe encontrar un orden.
El arte es protagonista en su vida y en su departamento. “Desde chico me gustaban los museos y me inculcaron darle una vuelta a lo que veía, observar una obra de arte y entender por qué me gustaba, que es lo mismo que he hecho con estos hijos míos”, dice Sergio apuntando a Juanita y Antonio. En un muro de la casa puede haber un cuadro del artista pop argentino Edgardo Jiménez frente a otro del emergente Santiago Ascui. La mezcla es poderosa.
Sergio tiene una colección completa de las revistas Connaissance des Arts, que su abuela empezó a juntar desde el año 1951. En esas páginas aparecen lienzos de Picasso (que por esa época se transaban a valores que hoy resultan increíbles) montados en galerías y departamentos franceses de la época. Hay una semejanza en esos interiores con el trabajo que Sergio hace hoy: algo contemporáneo, con estampa de vanguardia pero que dialoga con lo clásico.
“El arte está en todos lados”, dice. Y reconoce que para él lo fundamental es lo estético. “Es algo que discutimos mucho con mi hijo Antonio, porque a él le gusta el arte más duro. Desde hace algunos años Antonio elige las obras de arte que vamos comprando para la casa. Sobre todo artistas jóvenes y contemporáneos”, cuenta Sergio.
Antonio recuerda que desde chico Sergio lo llevaba a los anticuarios y a él no le gustaba. “Yo le decía ¿qué es este lugar con olor a incienso de naranja? Pero ahí aprendí a ver las cosas y no sólo a mirarlas. Aprendí de arquitectura, a fijarme en los detalles, a empezar a pensar sobre el sentido de esas cosas. Compartimos esa sensibilidad y he aprendido mucho de mi papá”, dice.
Durante diez años los Echeverría Salinas vivieron en un gran departamento en Gertrudis Echeñique, pero cuando los niños crecieron el espacio les quedó chico. Y también les faltaban murallas para colgar todas las obras. “Encontré este departamento y era horrible. Todo amarillo con madera, puertas y molduras de madera. Pero me gustó la ubicación y la vista. En el fondo era lo que yo quería, pero en feo. Me entusiasmó remodelarlo y lo compré”, cuenta.
Junto a la entrada había espacio para un comedor muy formal para doce personas, pero él quiso cambiarlo. “Hacemos poca vida social y somos cuatro, entonces no lo necesitábamos. Sacamos la cocina y la puse en el comedor”, recuerda. “Había que mover las cañerías, era de locos, me bajaron las dudas, incluso el vecino de abajo nos paró la obra”. Pero desde que estuvo lista, la cocina se transformó en el punto de encuentro de la casa.
“Me pregunté qué quería para los próximos 10 años. Quería un lugar donde todos los espacios se usaran, donde los niños tuvieran sus piezas ricas, pero también tuviéramos un estar para reunirnos, donde la cocina no fuera un espacio cerrado. Ahora para la gente que viene debe ser medio raro, no muchos entienden que uno tenga la cocina integrada”, dice.
Es bien poco tradicional…
Es cero tradicional. Es bien loco. Esta casa es desordenada, pero ordenada. Todo aquí está en constante cambio. Tú sacas cualquier cuadro y hay ocho clavos, es una casa muy dinámica.
Sergio cuenta que se cambiaron hace dos años y hasta hace dos meses una de las piezas era puro cemento. “A mí me cuesta mucho hacer lo mío, porque quiero tener lo mejor y al final del día es mejor hacer las cosas que estar esperando… Por ejemplo vivimos un año sin el ventanal que está frente al living, porque era tan grande que no lo pudieron subir”, recuerda.
Cuando le pregunto a Antonio cómo es tener un papá así, me dice que al final que la ventana no es lo más importante: “Con el cambio de casa nos dimos cuenta que las cosas hay que hacerlas a su tiempo. Cuando llegaba un mueble era increíble, porque lo habíamos estado esperando y lo valoramos mucho. Lo que primero llegaba quizás era lo menos importante, pero lo que más nos gustaba”.