Cuando el diseñador Osvaldo Luco era chico, las idas a la casa de la playa con sus papás eran lentas. Había que llegar y abrir los postigos, preparar las piezas, llevar frazadas… Y al volver era una tarde entera para limpiar y cerrar. Por eso, cuando hace un par de años decidió comprarse una segunda casa, algo estaba claro: tenía que ser simple. Llegar y desconectarse. Al principio pensó en comprarse una casa lista, hasta que se encontró con un terreno en Maitencillo que le encantó. Emplazado en una quebrada, entre boldos y maitenes, y lejos del ruido y la gente, era el lugar perfecto para instalar su lugar de escape.
Como sabía exactamente lo que quería, decidió diseñarla él mismo, y la construcción la dejó a cargo de su amigo Juan Pablo Busquets. “Quería que fuera un lugar de relajo, muy mío, tranquilo, para escaparme”, dice Osvaldo. La casa que proyectó está dividida en dos pisos: en el de arriba, por el que se entra, está su pieza, baño, living-comedor y cocina. O sea, todo lo que necesita cuando va solo. Y en el piso de abajo, que se conecta directamente con el jardín y la piscina, hay dos piezas para invitados. “Quería que esa fuera la dinámica; que si iba solo tuviera un tamaño cómodo y rico y que también fuera una casa generosa, que me permitiera invitar gente. Es una casa suficientemente chica para ser rica y suficientemente grande para que quepa gente y no nos andemos topando”, cuenta Osvaldo.
Sus idas a Maitencillo son realmente un momento para disfrutar del relajo total. Cuando va sus panoramas son escuchar música, leer, dormir. Ni siquiera tiene tele, y no piensa tener. Sale poco y de la playa, ni hablar. Por eso se decidió por un diseño lo más simple y limpio posible. A lo largo de toda la casa los pisos son de piedra pizarra, igual que los muros de los baños y la cocina; y el resto es todo blanco: muros, cielos y ventanales.
La decoración sigue esta misma idea, diametralmente opuesta a lo que se ve en su departamento en Santiago, donde las paredes del living son oscuras y llenas de cuadros. En Maitencillo en cambio el blanco es el rey y en los muros ni siquiera hay un clavo. Durante los seis meses que duró la construcción, Osvaldo tuvo tiempo para prepararse. Tanto así, que una semana después que le entregaron la casa mandó un camión con todos los muebles que iba a necesitar. “Tenía súper claro lo que quería y la casa está igual desde el día uno. Sabía cómo iban a ir los sofás, sabía qué comedor quería, sabía las sillas que quería”, cuenta. Para el living, uno de los espacios que más usa, eligió sofás amplios –“de esos en que uno se puede quedar durmiendo siesta”–, dos banquetas de madera en vez de mesa de centro y unos sitiales de ratán.
La cocina, que está tres grados más arriba que el living y el comedor, se conecta directo con este espacio. Y aunque Osvaldo confiesa que cuando está en Santiago no cocina mucho, en la playa se suelta. “Cuando va gente me entretiene cocinar, porque me gusta que haya comida rica. Con lo salado me defiendo y el horno es mi mejor aliado, pero lo dulce es un misterio…”, cuenta. Los muebles negros de este espacio también fueron diseñados por él, y para las cubiertas eligió mármol de Carrara, que le encanta.
Otro de los temas en que Osvaldo se metió a fondo fue en la iluminación, que para él es fundamental. En el living, además de las lámparas que están a la vista, hay mucha iluminación empotrada directamente en el cielo, que sirve para poder iluminar de distintas maneras y crear combinaciones diferentes. “La gracia es que permite hacer que la casa sea mucho más cálida. Yo creo que por eso no le he puesto cuadros todavía; como que no me hacen falta”, dice. Y en realidad, con las cortinas abiertas, el jardín casi se mete por las ventanas, creando un ambiente muy playero. Todo el trabajo del exterior empezó hace un año y estuvo a cargo del paisajista Taibi Addi, porque Osvaldo dice que aunque está en sus planes aprender a podar y meterse más en su jardín, por el momento no sabe nada de plantas. Eso sí, fue muy claro a la hora de hacer el encargo: quería un lugar con olores, que fuera suelto, que se pudiera recorrer y que además tuviera una variedad de plantas que aportara a mantener la biodiversidad de la zona. Y lo ha cumplido con creces: la última vez que estuvo en su casa, quedó asombrado por las chinitas y los abejorros que se habían tomado su jardín. Y aunque los conejos se comen la mitad de las plantas, él está feliz, porque se sienten como en su casa.