Hace 15 años que estoy reforestando un pequeño islote ubicado en el centro de Chiloé. La experiencia ha sido inmensa: plantar directamente más de 10 mil árboles nativos en estos 15 inviernos me ha enseñado de todo. He experimentado de primera mano la fragilidad con que se sostiene la naturaleza. He sido testigo de la dificultad que tiene cualquier organismo vegetal para enraizar, crecer y desarrollarse, y también he experimentado las ganas y la fuerza que tiene la vida.
No es fácil plantar un bosque, porque un bosque no es un artificio como lo es un jardín. Necesita de condiciones naturales excepcionales que la mano humana y la técnica no llegan nunca a suplir. Un bosque es un organismo y un organismo es aquello que tiene un principio evolutivo por cuenta propia. Respira, se orienta, siente y metaboliza sin ninguna necesidad adicional, más allá de su fuerza vital.
Me piden que les cuente de los Manavai, una técnica ancestral Rapa Nui que, como muchos métodos orientales de plantación, provoca la anidación, enraizamiento y crecimiento de las especies cuando la degradación del medioambiente ha ido demasiado lejos y hemos convertido todo en un territorio hostil.
Manavai se traduce como ‘El Poder del Agua’, y la técnica consiste en generar un ambiente uterino, formando un vacío circular al interior de un corral de piedras dispuestas en pircas sin mortero, que por lo general se encuentran en una relación de 1:2. Es decir, la proporción de lleno es la mitad de la proporción de vacío.
Ambos, lleno y vacío, tienen por objetivo generar la matriz uterina que le dará a la planta condiciones de humedad, temperatura y asoleamiento que le permitirán anidar, crecer y reproducirse.
La masa pétrea, el ser activo, actúa sobre el vacío, el ser receptivo, dotándolo de la primera fuerza natural: la mineral. El mineral, la piedra, en la proporción dicha, nutre a la planta de todos los elementos químicos que necesita al ser lavada permanentemente por el agua. Hierro, fósforo, magnesio… pero si tuviera que elegir dentro de los minerales más trascendentes de una piedra diría que es el sílice el elemento fundamental. El sílice aporta a la planta no solo luz, la cual es capaz de sintetizar y difundir, sino también es quien ayuda a la planta a definir su forma, y con una precisión asombrosa perfila la hoja y le da la óptica necesaria para producir la fotosíntesis. No en vano, los primeros organismos vegetales capaces de fotosintetizar son las diatomeas, pequeñas membranas de sílice donde una microscópica célula es capaz de crecer.
El vacío, la matriz receptiva, retiene el agua contenedora del Maná (poder) que da vida, y genera en el movimiento circular del sol el ambiente donde la planta encontrará la alcalinidad perfecta, la humedad perfecta, la saturación perfecta, para vivir y así no malgastar energía en sobrevivir. El vacío entonces no define, sino posibilita, extiende, anima, estabiliza, orienta.
El vacío decanta además la sal que abona, la sal que traen los vientos, la lluvia. Recibe también las arenas, las algas pulverizadas por el viento que afuera no cesa, recibe la sombra de un sol implacable. También recibe la oscuridad, esa noche inmensa, en donde solo por unas horas se nos permite ver que somos parte del universo.
Foto portada: Cristóbal Palma.