“¿Cómo definirías a la arquitectura chilena?”, es una de las preguntas que más se repite cuando, como cofundadora de Mujer Arquitecta, me han entrevistado. Mi respuesta es siempre la misma, y tiene que ver con mi propia formación como arquitecta y con lo que he podido ir observando en casi 20 años de desempeño profesional: la importancia del territorio o emplazamiento y el uso de los materiales.
Nuestra arquitectura es bien ecléctica, con mucha influencia tanto europea como norteamericana, con diversos resultados, buenos y malos, pero si busco algún patrón que se repita dentro de la buena arquitectura chilena estos dos elementos son puntos en común, sobre todo en la arquitectura que se desarrolla hoy en día. Y en esto las escuelas de arquitectura tienen un rol fundamental.
Recuerdo que mientras estudiaba en la Universidad Finis Terrae, nos pedían tareas que, siendo estudiantes novatos, nos parecían caprichos de los profesores, como, por ejemplo, hacer 500 croquis de un grifo. Nos mirábamos extrañados, pero partíamos a dibujar grifos. No era raro caminar por la Avenida Pedro de Valdivia y ver a muchos estudiantes sentados en la vereda frente a un grifo, dibujando. Más de algún curioso nos preguntaba qué hacíamos.
La tarea era tediosa, pero cuando ya llevabas unos 10 dibujos empezabas a entender el ejercicio. El profesor no buscaba que llegáramos con 500 croquis perfectos de un grifo, sino que aprendiéramos a observar. A medida que dibujábamos íbamos des-cubriendo el grifo, analizándolo, entendiendo su diseño y funcionamiento. Observar es el punto de inicio de nuestra profesión. Observar el entorno, observar las costumbres, observar a los clientes y sobre esa base, responder preguntas que nadie se había hecho, para poder diseñar. Antes de siquiera tirar una línea, hay que observar. Queremos arquitectos(as) caminantes, era una premisa de cada taller.
Una vez titulada viajé a Barcelona a hacer un postgrado. En uno de los talleres, dirigido por la prestigiosa arquitecta italiana radicada en Cataluña, Benedetta Tagliabue, nos pidieron diseñar un área complementaria para un proyecto que su oficina, EMBT, estaba realizando en Nepal: una escuela para una zona rural muy pobre.
Nos presentaron el proyecto de la escuela y nos pidieron llegar con propuestas para esa área complementaria a la semana siguiente. Yo no sabía nada de Nepal, solo tenía cierta noción del Monte Everest, que para este proyecto en particular no me servía de mucho. Recuerdo haber pasado toda la semana estudiando sobre Nepal, los nepaleses, sus costumbres, su historia, etc. Por mi formación no podía llegar con una propuesta para un lugar que no conocía (y que no conocería), y pensé que, para mis compañeros y compañeras, provenientes de Perú, México, Colombia, Brasil, Panamá y Corea, la situación era igual.
La semana siguiente todos llegaron con propuestas, pero sólo yo llegué con un análisis previo de lo que era Nepal. La rara era yo. Para no alargar la historia, me tardé tres semanas en llegar con una propuesta, una propuesta tan fundamentada y precisa, que obtuve una de las mejores notas. Esa situación fue una de las primeras que me hizo reflexionar sobre la forma de hacer arquitectura en Chile, de lo que nos enseñan durante la carrera.
Con el tiempo he ido percibiendo esta forma de hacer arquitectura en arquitectos y arquitectas chilenos y creo que, sin ser condiciones exclusivas de nuestra forma de hacer, sí pueden ser elementos que se repiten y que de alguna forma nos definen.
La arquitecta chilena Cazú Zegers es un buen ejemplo de esto. De ella es la frase “El paisaje es para Latinoamérica lo que las catedrales son para Europa”, dando cuenta de la importancia del territorio a la hora de proyectar. Si observamos sus obras podemos percibir una conexión casi poética entre lo construido y el lugar donde éste se emplaza.
El Hotel Tierra Patagonia, ubicado en el acceso norte del Parque Nacional Torres del Paine, a orillas del Lago Sarmiento, da cuenta de esto, una estructura sinuosa construida principalmente en madera, que no molesta ni se impone con el maravilloso paisaje, sino que busca formar parte de él, y que, además, actúa como refugio para poder observar. La arquitectura como soporte para disfrutar del paisaje.
Por otro lado, están las obras de Mirene Elton junto a su socio Mauricio Léniz, de la oficina Elton Leniz, muchas de ellas construcciones urbanas, insertas en barrios consolidados, que, con un lenguaje simple y armonioso, sacando el mejor provecho a materiales nobles y al uso de la luz, potencian los barrios donde se emplazan. Nuevamente el territorio, en este caso urbano, es valorado junto al uso de los materiales y, a la vez, cada proyecto busca ser una experiencia única en su diseño para el habitar.
Asimismo, el trabajo de las arquitectas Beatriz Valenzuela Van Treek y de Macarena Almonacid, por mencionar dos ejemplos frente al rescate patrimonial, en la zona centro sur de Chile y en Chiloé respectivamente, nos hablan nuevamente de la importancia del territorio y el uso de los materiales. El adobe por un lado y la madera, por el otro, forman parte del paisaje natural y del paisaje construido, potenciando un lenguaje único y característico de cada zona.
Cuando un edificio es proyectado sin tomar en cuenta el lugar donde se emplazará se nota, molesta, hace ruido. Es por esto que rescatar los aciertos que tienen los buenos proyectos de arquitectura en nuestro país, saber observar los puntos en común y sumarlos a la práctica profesional es tremendamente valioso.
Frente a la diversidad de paisajes y climas de nuestro país, pensar en el territorio primero y el uso de los materiales después, sea nuestro sello como forma de hacer arquitectura, habla del compromiso que hay o que debe haber detrás de la enseñanza de esta profesión. La forma de aproximarnos a cada proyecto es lo que sin duda nos lleva a tener un sello único, enfrentarnos a esa hoja en blanco que, si observamos bien, nunca está en blanco ya que el territorio, la historia, la cultura tiene mucho que decir.