Nunca me había producido tanta ansiedad viajar a un lugar como me sucedió con Jerusalén. Antes de partir, me enteré que existía un “Síndrome de Jerusalén”, que se manifestaba en algunos turistas, especialmente peregrinos en viajes religiosos, y que se trata básicamente de una sicosis en la que se obsesionan tanto con algún personaje bíblico, que se la terminan creyendo y actuando como tal. Muchos se han creído Moisés, María, algunos apóstoles y hasta el mismo Jesucristo. Se habla de una señora inglesa que diariamente llevaba una taza de té al Monte de los Olivos para estar preparada en caso de que el Mesías apareciera y quisiera servirse un tecito antes de comenzar sus menesteres. Tanto es así, que existen lugares especialmente acondicionados para atender a estos personajes y ayudarlos a volver en sí. A mí no me pasó, por suerte, pero tras haber estado varios días en esta ciudad –en mi opinión, loquísima, aunque para muchos se trata del lugar más sagrado del planeta– pude llegar a entender a quienes les ha tocado padecer de esos delirios.
Cuando pensaba en la Tierra Santa, y en nombres tan profundamente grabados en mi cabeza como Belén, Jericó, Nazareth, y tantos otros, inevitablemente evocaba las típicas imágenes bíblicas que uno guarda desde que abrió un ojo. Mucho pastor, ovejas, silencio, burritos, personas iluminadas con aureolas y rayos de luz, etc. Absolutamente infantil, lo reconozco sin pudor, pero así era. Por supuesto que también sabía que hoy en día esa tierra se podría llamar de cualquier manera menos Santa, pero igual los pastores primaban. Y la verdad es que la realidad es tan, pero tan diferente a lo que uno se imagina, que con razón el Padre Sergio Olmedo, de la Orden Franciscana y Custodia de Tierra Santa, lo primero que me dijo cuando nos encontramos fue “cuando vienes a Jerusalén hay que estar preparado para el encuentro y para el desencuentro”. Claramente referido al encuentro con Jesucristo y la historia, y al desencuentro con la realidad que se vive hoy en la ciudad.
Junto con el equipo de filmación del programa de Canal 13C, Mundo Ad Portas, nos aproximamos a Jerusalén al caer la noche. Veníamos de pasar un par de días en Belén, profundamente impactados por la dura realidad que vive el pueblo palestino. La parte moderna es igual a una ciudad común y corriente, con amplias calles y avenidas, grandes edificios y centros comerciales, pero de pronto emerge la muralla original que alberga en su interior a la ciudad vieja de Jerusalén. Ver los exteriores de esa inmensa muralla iluminada en tonos amarillos ya para los pelos. Entramos por la Puerta de Damasco y nos dirigimos por un enjambre de caóticas callejuelas adoquinadas repletas de gente caminando en todas las direcciones, motos tocando la bocina, autos y mini buses de turismo, hasta el Hospicio Austríaco, un hotel para peregrinos bastante particular, mezcla de antiquísimo convento, monasterio y bed & breakfast, regentado por austríacos, impecable y monacal. Llegar a alojar en ese lugar, en medio de la ciudad vieja de Jerusalén, me dejó atontado en las primeras horas e incapaz de dar crédito a lo que me estaba sucediendo. Aunque agotado, esa noche dormí pésimo. La ansiedad me comía y el sueño no se concretaba. A la mañana siguiente, desayunamos temprano y muy sencillo en el comedor, con gente de todas partes del mundo en plan de peregrinación. Se percibe una atmósfera muy especial cuando quienes te rodean están movidos por ese propósito. Todo gira en torno al tema espiritual y religioso.
Caminamos junto al cura un par de cuadras hasta llegar a la Vía Dolorosa. Angosta, a ratos en pendiente, poblada en ambos costados por tiendas de souvenirs especiales para el lugar: todo tipo de imágenes religiosas, santos, rosarios, tazones, crucifijos, textiles y poleras I Love Jerusalén, vírgenes, colgajos para ahuyentar el mal de ojo, collares, pulseras, Manos de Fátima (o Hamsa), etc. Todo lo imaginable se vende ahí. En el mismo lugar donde tuvo lugar el Vía Crucis de Jesucristo. Si no te avisan que estás en la Vía Dolorosa, no te das cuenta, y además no lo puedes creer. Ahí se produce el primer desencuentro. El caos de gente, de ruido, de autos y motos que circulan se mezcla con los grupos de peregrinos de todo el mundo cargando una cruz y que se dirigen en procesión hasta el Santo Sepulcro, ubicado a unas pocas cuadras. Las procesiones se detienen en todas las estaciones del Vía Crucis para hacer una oración. Cantan, leen pasajes bíblicos, visten generalmente uniformados con petos que identifican su país de origen y parroquia a la que pertenecen. Se perciben profundamente emocionados y abstraídos del ambiente e incluso de los chiflidos y bocinazos que emanan de los motoristas impacientes por pasar. Impresionante.
La ciudad vieja está divida en cuatro barrios: cristiano, musulmán, armenio y judío. Impacta ver cómo los habitantes logran convivir entre sí y, más aún, que lo vienen haciendo desde tiempos inmemoriales. Mal que mal se trata de tres de las más importantes corrientes religiosas en el mundo, cuyo origen común es Abraham, y que consideran Jerusalén como sagrado. Constatar eso es potentísimo. En todo momento se están viendo en la calle sacerdotes de diferentes órdenes vestidos cada uno en su estilo. Destacan los cristianos ortodoxos con sus frondosas barbas canosas, negras sotanas, cabeza cubierta y grandes collares con su simbología; monjas en diferentes colores, algunas más rigurosas y otras más livianas de ropas; judíos ortodoxos vistiendo sus característicos trajes negros con abrigo y grandes sombreros –muchos de piel, a la usanza del noreste de Europa desde donde emigraron–, otros sólo con kipá y patillas largas y enruladas. Me llamó mucho la atención la forma de vestir de las mujeres judías ortodoxas, con falda larga hasta unos diez centímetros arriba de los tobillos, zapatos bajos con cero taco, blusas de manga larga y abrochadas hasta el cuello. Siempre en colores oscuros, blancos y beige, perfectamente bien peinadas y sin maquillaje. Un estilo que acá califica sin problemas como “ganso”. Además, otra cosa que me impresionó muchísimo fue la cantidad de niños que hay, y de mujeres empujando coches con guaguas. Nunca antes vi en otra ciudad tal concentración de coches circulando.
Sólo unas pocas cuadras más allá del Santo Sepulcro, el lugar más sagrado para la cristiandad y punto cúlmine de las peregrinaciones, entramos al Barrio Judío y llegamos a la explanada del Muro de los Lamentos, el lugar más sagrado para los judíos. Era media mañana y comenzaban a entrar al lugar una cincuentena de grupos de familias, vestidos de fiesta, cantando y bailando alrededor de un joven que celebra ese día el rito del Bat Mitzvah (mujeres) o Benei Mitzvá (hombres). Ríen, se sacan fotos y siguen cantando y bailando. Derroche de felicidad y vida familiar. Fuerte. Conmovedor.
Esta explanada cuenta con lugares de oración separados para hombres y para mujeres. Ahí es donde sucede la típica imagen de las personas de cara al muro orando. Uno puede circular libremente por todo el espacio y nadie dice nada ni te miran con cara rara. Sólo hay que ponerse un kipá (los hombres) y listo. Yo pensaba que a los ultra ortodoxos que están orando en permanente movimiento y haciendo medias reverencias, mi presencia les podría molestar, pero nada. Todo lo contrario. Siempre se mostraron amables y sin alteraciones en sus oraciones y lectura de la Torá. Los días viernes, antes del inicio del Shabat, cientos de personas concurren a la explanada. Todos cantan, bailan, gritan, arman grandes rondas. Algarabía total. Y uno se contagia con tanta buena onda y entusiasmo. Hasta la hora en que sale la primera estrella. Ahí el ambiente se calma y comienza la celebración del día de descanso.
Desde la misma explanada se asciende a través de un puente construido en madera hasta media altura y que atraviesa el muro para llegar unos metros más allá a la explanada de las mezquitas, con la famosa Cúpula Dorada o Domo de la Roca, y la mezquita de Al Aqsa. Este es el tercer lugar más sagrado para los musulmanes después de La Meca y Medina, y desde donde se dice que Mahoma ascendió al cielo al encuentro con Alá. Por su parte los judíos reconocen este mismo lugar como sagrado pues se trata del sitio exacto donde Abraham habría ofrecido en sacrificio a su hijo Isaac. En la explanada de las mezquitas las mujeres de más edad visten con Chador y riguroso negro y muchas de ellas incluso con el rostro cubierto por la Burka, velo que cubre toda la cara a excepción de los ojos. Leen el Corán, y lo que se percibe es tranquilidad, calma y silencio. Exactamente lo opuesto a lo que pasa unos metros más abajo en el Muro de los Lamentos. Desde este lugar hay vistas excepcionales al Monte de los Olivos ubicado enfrente.
Cada segundo que pasa se vive intensamente en Jerusalén. Todo es fuerte, todo es pura emoción. Hay una energía tremenda y muy especial en esta ciudad, donde converge gente de todo el planeta en busca de un encuentro con lo más sagrado y profundo de sus creencias. Esto no se da en otro lugar del mundo, menos con esta intensidad. Y si le agregamos los miles de años de historia que permanecen inalterados, la cabeza queda con una sobrecarga muy difícil de digerir. Escribir sobre este lugar es tierra fértil para caer en cuanto lugar común pueda haber, por lo mismo, lo que trato de hacer es transmitir, con gran dificultad, una experiencia netamente personal. Hace menos de un año que hice este viaje y desde que salí de ahí no hay día que no piense en volver nuevamente. No soy practicante de ninguna religión ni pertenezco a grupos espirituales de ninguna naturaleza. He tenido la suerte de conocer buena parte del mundo, pero nunca un lugar me había calado tan profundamente como Jerusalén. Esa ansiedad que hablo al principio aún no se me calma. No logro descifrar claramente qué es lo que me conmovió tanto, qué me genera esas ganas –más bien necesidad– de volver nuevamente. Tal vez me contagié con el síndrome y no me he dado cuenta. Quizá solo me falta encontrar el personaje que encarnaré y ojalá que cuando llegue tenga la suerte de encontrar a la lady inglesa para que me sirva un tecito y relajarme.