La artista Geraldine MacKinnon nació y se crió en una casa en la parte alta de La Reina, rodeada de árboles, flores y conejos que corrían por su patio. Hace tres años volvió a esta misma casa, ahora con su marido –el también artista Víctor Mahana– y ahí instaló su taller, una pequeña pieza con paredes de madera y unas ventanas que miran a los árboles. Es el lugar perfecto para crear las ilustraciones botánicas que le encargan de todos lados: desde una serie de peces para el Museo de Historia Natural hasta plantas medicinales para un libro.
Pero no siempre se dedicó a la ilustración naturalista. Después de estudiar arte en la Universidad Católica, se fue a vivir a Isla de Pascua. Allá estuvo tres años y además de surfear –otra de sus pasiones–, empezó a trabajar con una arqueóloga sacando fotos. Cuando volvió a Santiago el 2009, recibió el primer encargo: la misma arqueóloga con quien había trabajado le pidió que hiciera una serie de láminas de aves, plantas y moluscos endémicos de la Isla, muchos de ellos extintos hoy. Y así fue como descubrió su amor por el dibujo científico: “Me gustó tanto que decidí que me iba a dedicar a eso de ahí en adelante. Me puse a buscar oportunidades para hacer ilustraciones, a leer y a investigar. Así empecé a crear mi mundito personal”.
Aunque mucha de su preparación fue puro “ensayo y error”, también tuvo clases con Francisco Ramos –ilustrador que se dedica a este tema desde hace más de 30 años– y participó de un par de talleres dictados en el Instituto de Geografía de la UC por expertos del Jardín Botánico de Edimburgo. Ahí empezó a aprender la parte técnica, los trucos y a ver referencias para armar su propio estilo. Además de mezclar sus dos amores, la exactitud y precisión de la ciencia y la creatividad del arte, lo que le llamó la atención del dibujo naturalista fue la facilidad para conectarse con la gente. Acá no se trata de un arte complejo, reservado para un círculo pequeño de entendidos; este es un trabajo que encanta. “No es un arte difícil, porque retrata lo que es más cercano a nosotros. Aunque seas el personaje más urbano, más chic y más Sex and the City, igual va a haber algo que te guste de la naturaleza. El naturalismo es una forma de arte que llega mucho a las personas, a nuestros recuerdos de infancia, por eso me encanta”.
Convencida de que la ilustración científica era lo suyo, el año pasado se fue al Jardín Botánico de Edimburgo –uno de los más importantes del mundo– como artista en residencia por cuatro meses. Ahí constató una idea que le venía dando vueltas hace tiempo: el rol pedagógico que tienen el arte y la ciencia con la comunidad. Dibujando plantas chilenas en la mitad de Escocia, se dio cuenta de lo que tenía. “Cuando llegué y me pidieron que dibujara parte de la colección de plantas chilenas que tienen allá, yo dije ‘Ay, pucha, a mí me gustaría dibujar plantas de, no sé… Japón’. Pero después me di cuenta de lo importante que fue para mí haber dibujado plantas de mi país, de lo relevante que es nuestra flora afuera, de lo que la valoran, lo única. Eso fue súper bueno, como que me ubicó, fue una lección”, cuenta.
Ahora quiere traspasar este mensaje acá, no sólo a través de sus obras, sino también haciendo clases y talleres. Este mes va a empezar con un curso en el Instituto de Geografía de la Universidad Católica, la primera experiencia un poco más formal en Chile. Y además va a dictar unas “salidas a terreno naturalistas”, donde junto al botánico Jaime Acevedo buscan enseñar, en tres sesiones, los principios básicos de este tipo de ilustración.
Como todo trabajo científico, tiene muchas reglas. Acá no es llegar y dibujar; primero hay que observar con mucha calma, entender la forma de la planta y sus partes, estudiar sus orígenes y características, y sólo después de eso, empezar a ilustrar. En una lámina botánica, que busca contar la historia de la planta, hay elementos que siempre tienen que estar: tiene que haber hojas por delante y por detrás, se tienen que ver las nervaduras, las flores, botones en distintas etapas de floración, la forma de los pétalos.
Es como una foto, pero mejor. ¿Por qué? Por la misma razón por la que la ilustración botánica sigue vigente hasta hoy, aun con la última tecnología: porque el dibujo captura lo esencial de la planta. El ilustrador desarma y vuelve a armar para recrear la composición perfecta, esa que muestra todo lo que uno quiere ver. Por lo mismo, el trabajo del ilustrador botánico es lento, porque avanza al ritmo de la naturaleza. “Este trabajo no está centrado en ti ni en tu proceso personal, está centrado en la naturaleza, en las plantas; hay que estar a su ritmo. Es bien despegado de uno, silencioso, y eso me encanta”, cuenta Geraldine.