Se iniciaba la Segunda Guerra Mundial y los ojos de Chile y el mundo estaban puestos en Europa. Los más renombrados colegios femeninos de nuestro país estaban a cargo de monjas provenientes del viejo continente; en la educación de las niñas primaba la economía doméstica y el francés; las mujeres debían responder a ciertos cánones sociales y el derecho a voto era exclusivo de los hombres. En este contexto y acudiendo a un llamado del entonces monseñor Aldo Laghi, quien consideraba necesario preparar a niñas católicas para el mundo que se les venía, aterrizaron estas religiosas pertenecientes a la congregación Sisters, Servants of the Inmaculate Heart of Mary, o Hermanas Siervas del Inmaculado Corazón de María.
Creada en 1845 en Monroe, Michigan, por el padre Louis Florent Gillet y por la madre Teresa Maxis, esta congregación nació con la intención de acoger a misioneros y de formar una comunidad religiosa para dedicarse a la educación. Siguiendo entonces su misión docente, crearon establecimientos en Estados Unidos, luego en Perú en 1922 y finalmente en Chile. Lideradas por la sister Cornelia, llegaron en 1940 a una pequeña casita en la calle República en el centro de Santiago, constituyendo el primer colegio católico para niñitas que enseñaba inglés en la capital.
Su llegada no estuvo exenta de polémica. “¿Qué hacen estas ocho monjas arriba de una camioneta verde y con una al volante?” Peor aún, “¿Cómo es posible que vayan a El Tabo y se bañen en el mar?”. “¡Pero si andan en una moto Lambretta!”. Estas mujeres libres y desprejuiciadas nunca pensaron que un simple paseo en bicicleta, enseñar a leer a Shakespeare o montar musicales tipo Broadway causarían tanto revuelo. “Alboroto, pero también una profunda admiración. Sólo basta sacar cuentas: en diez años tuvieron que mudarse cuatro veces de casa por la enorme demanda que había de parte de los padres para que sus hijas se educaran bajo su tuición”, comenta la sister Teresa, directora del Villa María entre los años 1990 y 1998.
Y así fue. Este colegio se convirtió rápidamente en referente para un sector de la sociedad. “Un sector que por lo demás era bastante influyente y que en lugar de espantarse con estas hermanas audaces, alegres y llenas de ideas foráneas, vio en ellas una nueva oportunidad para sus niñitas”, explica Ana María Tomassini, actual directora del establecimiento.
De la calle República, donde inicialmente había 85 alumnas, pasaron en 1942 a la calle Dieciocho esquina Rosales. “Una casona que no tenía jardín pero que estaba frente al Palacio Cousiño, donde pasábamos los recreos, sándwich de membrillo en la mano”, recuerda María Luisa Gárate, hoy presidenta de la Asociación de Ex Alumnas. En 1944 se trasladaron a la calle Pedro de Valdivia en Providencia y entonces, en lugar de ocho pasaron a ser 11 las religiosas a cargo.
El Villa María fue rápidamente tomando peso y consagrándose en nuestro país, algo que según su actual directora tiene mucho de la mano de Dios. “En una sociedad tan cerrada y conservadora, no estaban dadas las condiciones para que estas monjas tan poco habituales causaran el impacto que provocaron“. Pero fue probablemente su enorme simpatía y contención; su espiritualidad sólida, abierta e inclusiva; la rigurosa disciplina; su fuerte vocación social y la fundación de una serie de tradiciones –marcadas a fuego hasta hoy entre las villamarianas–, las que comenzaron a formar alumnas con un incondicional school spirit, a fieles profesoras y profesores (otra marcadora diferencia con otros establecimientos de la época), y a apoderados que les confiaron a sus niñitas para que las educaran para “servir con sencillez y alegría”, como pregona su lema.
Más que donuts
Desde 1950 que el VMA está ubicado en el mismo edificio de la calle Presidente Errázuriz con Alcántara. Aquí no sólo estaban las salas de clases, de pintura, cocina y alta costura; aquí también vivían las religiosas, quienes dirigían a sus alumnas siempre intentando adelantarse a los tiempos. “Probablemente fue aquí cuando nos consagramos como progresistas. Fuimos las primeras en tener una corbata distinta que además iba cambiando de color a medida que crecíamos; ningún otro establecimiento hacía fiesta de graduación, nosotros tirábamos el colegio por la ventana; hacíamos kermeses y podíamos venir acompañadas de nuestros pololos”, recuerda con nostalgia una ex alumna.
Fundado en tres pilares fundamentales, una sólida formación católica, de espiritualidad amplia, con fuerte énfasis en las obras sociales, misiones y trabajo pastoral; un excelente idioma inglés reforzado por tradiciones traídas por las sisters desde Estados Unidos y finalmente la excelencia académica, potenciada por variadas actividades que le permitieran a cada alumna desarrollar sus virtudes y habilidades, del Villa María comenzaron a egresar jóvenes decididas y con una fuerte personalidad y capacidad de liderazgo. “Las monjas nos enseñaron a creer en nuestros sueños, a tener disciplina y a cumplir metas. Nos dieron una educación que nos permitía volar, decidir y respirar con suspiros largos”, comenta María Luisa Gárate.
La sociedad fue evolucionando. Poco quedaba de esa mujer doméstica, sin derecho a voto y que debía rendir exámenes válidos si tenía intención de entrar a la universidad. Las hermanas también se adaptaron, se proyectaron y comenzaron a hacer cambios sustanciales en su educación. Probablemente el más innovador fue la creación del secretariado, uno de los primeros colegios en hacerlo en el país. Durante los últimos años de la enseñanza media, las alumnas podían optar por esta especialización, donde la dactilografía y la taquigrafía en esas antiguas y pesadas máquinas de escribir, eran pan de cada día. El resultado: del VMA egresaron algunas de las primeras secretarias bilingües del país. “Incluso antes de salir ya tenían trabajo ¡y con unos sueldazos! Se las peleaban empresas e instituciones de categoría como la Nestlé, la Cepal, y la Embajada de Estados Unidos”, recuerda María Luisa.
El ingreso a la universidad pasó a ser un tema entre sus alumnas, la Prueba de Aptitud y luego la PSU se instaló entre las prioridades de las más grandes. Sin embargo, nunca se perdió ese valor de pasarlo bien, tan preciado por las sisters. “Convertirse en un top ten en desempeño académico quizás hubiera significado tener que dejar de hacer muchas actividades extra programáticas, artísticas y recreativas. Dejar algunas celebraciones que ocupan tiempo que podríamos dedicar a lo académico y disminuir las actividades de acción social y religiosas que hacemos. Esos eran costos que nadie estaba dispuesto a pagar, porque, según muchos, es justamente aquí donde radica ese sello tan particular de la villamariana”, comenta Ana María Tomassini.
Han pasado 64 años desde que el VMA se trasladó a Presidente Errázuriz y la Virgen sobre su techo ha sido testigo de toda esta historia. Pero también ha sido testigo de importantes cambios, quizá el más profundo de todos, el que se anunció en abril de 2009…
Sin las sisters
Mientras transcurría el primer tiempo del partido entre Chile y Uruguay por las eliminatorias para el Mundial de Sudáfrica a principios de abril del 2009, en una reunión extraordinaria que convocó a todos los apoderados del Villa María, dos religiosas que habían viajado especialmente desde Estados Unidos anunciaron que dejarían el colegio y que se retirarían de nuestro país a causa de la falta de vocaciones religiosas. La hermana Teresa Catherine Walsh explicó a los alrededor de 1.000 consternados padres que en cada año morían entre 30 y 40 sisters y, en igual tiempo, sólo entraban entre dos y cuatro personas a la congregación, por lo que no contaban con la capacidad para mantenerse a cargo de su administración. Ahora ¿por qué el Villa María de Chile y no otro? La superiora general de la congregación, la hermana Lorrain Mc Grew fue enfática: “Porque aunque sea tremendamente doloroso, pensamos que éste puede seguir siendo un colegio católico de excelencia aunque no estemos. El liderazgo que se ha formado en torno a su comunidad es capaz de continuar con nuestro legado”.
En julio de 2009 finalmente las monjas dejaron la dirección, la que quedó en manos de Ana María Tomassini, ex alumna del VMA y hasta entonces subdirectora de segundo ciclo de enseñanza básica. Sería la primera laica en este cargo. Sin embargo, su principal inquietud era que ni las ex alumnas, ni los padres, ni los profesores quedaran como dueños o administradores del establecimiento. Y no fue así. Hoy el colegio está a cargo de la Fundación Villa María, legalmente dueña y compuesta por personas elegidas por las propias religiosas. Por su parte la Fundación IHM vela por la parte espiritual y porque su carisma siga siendo el mismo. Gabriel Barros, presidente del Centro de Padres durante el período 2011 y 2012 y actual director tesorero de la Fundación, comenta que los principales desafíos de esta entidad, sin fines de lucro, es mantener el sello de las alumnas del VMA con la mirada siempre puesta en el futuro. “Además como colegio debemos seguir siendo atractivos para las nuevas familias, mantener y mejorar las características que hacen importante nuestro colegio y dar las herramientas para que la dirección pueda desarrollar de buena forma esta labor».
Aunque el cambio fue duro, Ana María Tomassini asegura que el colegio sigue tan vigente como siempre, lleno de proyectos y con largas listas de postulantes todos los años. “Tenemos que formar mujeres profesionalmente competentes, pero además debemos velar porque esa competencia vaya ligada a la visión de sociedad y espiritualidad que nos dieron las sisters: un Dios alegre, cercano y amigo, que no pretende que seamos todos iguales, sino que espera que desarrollemos nuestras propias habilidades y talentos, como la música, el baile, las ciencias, la literatura, en fin. Aquí todas tienen espacio y velamos por una cierta diversidad de manera que tanto las alumnas como sus familias puedan tener un sentido de pertenencia”.
A fines de 2011 se fueron las últimas tres sisters, y aunque pocas cosas han cambiado desde su partida, todos admiten que las echan mucho de menos, sobre todo –como reconoce la propia directora– en la contención y el acompañamiento emocional. Es por ello que cada vez que vienen (dos veces al año), son recibidas con gran entusiasmo y con un fuerte Alma Mater cantado a viva voz por todo el colegio.