Rafael Hurtado Blanco nació mientras muchos conmemoraban con chicha y empanada en mano las Fiestas Patrias de 1936. En su familia esta fue una celebración aún más especial, porque llegaba el tercer hijo después de largos años de espera. Regalón de sus padres, hermanos y de su mama Aurora, este niño de ojos grandes y claros, pelo castaño y contextura delgada, creció casi como hijo único. Su gran compañero de aventuras fue Claudio de Toro, amigo histórico con quien jugaba a los autitos en la casa de la calle Moneda con San Martín, compañero del colegio de Los Padres Franceses de la Alameda y, más tarde, socio en sus negocios y en las partidas de cartas una vez por semana con los amigos de siempre. “Es común que cuando la gente muere todos hablen puras maravillas, pero en este caso es eso, pero elevado al cubo. Rafael era un gran hombre, un siete y a nadie más en mi vida le he puesto un siete”, reconoce Claudio, aún emocionado por su partida.
Sociable, amigo de sus amigos, alegre, amante de la música, la playa, la lectura, el cine y sobre todo de Elizabeth Taylor, Rafael tuvo una infancia feliz y protegida. Creció entre Santiago y el campo en Puangue donde su padre, Florencio Hurtado, trabajaba la tierra. Recién egresado del colegio ingresó a la Academia Diplomática, pero abandonó los estudios y decidió abrir su propio negocio de importación de autos. “Traíamos los Ford Taunus, de origen alemán y los vendíamos en nuestro local de la calle Ejército. Luego él puso una tienda muy importante en la Portada de Vitacura”, recuerda de Toro. Fueron años dedicados a las tuercas, de hecho fue presidente de la Cámara Nacional de Comercio Automotriz (CAVEM) durante bastante tiempo. Atractivo, simpático, buen bailarín y gozador de la vida, se casó joven con Patricia Vargas, matrimonio que duró 25 años y del que nacieron sus tres hijos: Loreto, Patricia y Rafael.
Grandes admiradores de su padre, hoy sus tres hijos se dedican al rubro de la decoración y reconocen que aprendieron muchísimo de él. “Mi papá era un hombre muy de su casa y tenía un talento natural para armar espacios, era original y audaz en sus elecciones. Le gustaba vivir bien, no podían faltar las flores frescas (él iba personalmente al terminal a comprarlas), las luces y el equipo de música siempre estaban encendidos, había rico olor y en la mesa siempre había algo especial para comer”, comenta Loreto Hurtado, su hija mayor. Y Patricia agrega: “Recuerdo que nuestra casa en Piedra Roja llamaba mucho la atención cuando éramos chicas, porque las paredes estaban pintadas de color café chocolate, los sofás estaban tapizados con paño lenci rojo y había una colección de acrílicos que había comprado en Buenos Aires. Esas cosas no se veían a principios de los 80 en Chile”, recuerda Patricia.
Ignacio Pérez-Cotapos lo conoció mucho y fue un gran admirador suyo, porque además de su refinamiento, tenía un humor muy particular, “irónico y maluco”, como recuerda entre risas. Según Ignacio, Rafael era un hombre con un gusto extraordinario y con una gran sabiduría para vivir la vida. “De esos caballeros chilenos que van quedando pocos”. Y agrega: “Recuerdo un verano que me convidó a Zapallar, en el auto de la Loreto, su hija, llevábamos, además de las maletas y comida, floreros, fuentes, cubiertos, platos, velas, manteles y todo lo que fuera necesario para producir bien la casa”.
Pero además de lo esteta, a Rafael lo caracterizaba una sensibilidad muy especial, una “fineza de alma” como lo describe su segunda mujer, Pilar Urrutia, más conocida como Pacha y con quien estuvo casado 26 años. “Rafael era un hombre armónico, bueno y sin estridencias. Un hombre con carácter, generoso, fiel y correcto. También era pretencioso, le gustaba la moda y siempre andaba impecable, tanto que según sus amigos, siempre parecía como recién salido de la tintorería”.
Y Patricia, su segunda hija, coincide en que su fineza era uno de sus mayores patrimonios. “Para mí, esta historia lo retrata tal cual era: yo tenía como 14 años y me enfermé con una peste en plenas vacaciones de invierno, así que no pude salir fuera de Santiago con mi mamá y mis hermanos. Me quedé en cama, triste y sola en la casa con él. Al día siguiente que todos se fueron, cuando abrí las cortinas de mi pieza, me encontré con varios maceteros llenos de flores de colores junto a mi ventana. Mi papá se había encargado de ponerlos ahí para que no estuviera triste”.
EL DECORADOR
Fue a principios de los 80 cuando Rafael Hurtado decidió dedicarle parte de su tiempo a la decoración y abrió una tienda de objetos y géneros, algunos importados y otros diseñados personalmente por él. Poco a poco, dejó las tuercas y su afición por la estética comenzó a transformarse en su profesión. Claudio de Toro asegura que el talento siempre estuvo: “De muy jóvenes, llegaba a la casa de sus amigos y en dos minutos daba vuelta los sillones para un lado, el cuadro para el otro y, con mucho respeto, le daba un toque especial a un lugar que antes no tenía ningún brillo”. De hecho el propio Rafael confesó en una entrevista para ED en septiembre de 2011, que su primer sueldo lo gastó en una alfombra y que nunca supo de dónde le venía esa veta. “De chico vivía en una casa muy linda, pero porque era así no más, la gente viajaba y traía cosas buenas, pero nadie se fijaba en géneros, ni muros, ni nada parecido”.
Su primera tienda la instaló en una linda casa estilo francés en una desconocida General Holley, calle que aún estaba lejos del esplendor que la hizo brillar años después. De hecho sus únicos vecinos comerciales eran la tienda Mori y Rubén Campos. “No sólo fue visionario en su estilo sino también en la elección de los barrios donde se instaló, porque luego se cambió a Isidora Goyenechea, donde asociado con Jorge Eyzaguirre puso también una mueblería y terminó en Nueva Costanera, pero siempre un par de años antes que se pusieran de moda”, comenta Rafael, su hijo.
La tienda fue una apuesta arriesgada, sobre todo considerando que en esos años los decoradores en el país se sumaban con los dedos de una mano y las tiendas dedicadas al rubro, con la otra. Pero acertó, fueron más de tres décadas dedicadas a la decoración y, según los entendidos, sus géneros eran de los mejores de nuestro país y sus muebles, sobre todo sus sofás, de gran factura, lo que los hacía cómodos y eternos.
Tuvo altos y bajos en el negocio, sin embargo su prestigio siempre se mantuvo intachable, lo que probablemente se debió a su visión y atrevimiento, en arriesgarse y comprar metros y metros de tela morada y negra aunque pocos se arriesgaran a usarla. En la mencionada entrevista de 2011 para ED confesó: “Siempre fui de avant-garde y me daba cuenta porque acá en Chile las cosas que yo traía comenzaban a entrar con fuerza sólo meses después que en Europa y cuando ya estaba de furia en Argentina”.
También destacó con sus departamentos pilotos, se vendían a puerta cerrada con cortina y florero incluido. Es más, en una oportunidad tuvo que repetir tres veces la misma decoración en un edificio. Su mujer, Pacha Urrutia, quien además trabajó con él por más de dos décadas, recuerda que los interesados compraban el departamento con la condición de que fuera exactamente igual al que Rafael había ambientado. “Trabajamos juntos hasta que cerramos la tienda de Nueva Costanera. Aprendí mucho de él y su tienda fue su gran realización profesional”.
A principios del año pasado Rafael decidió cerrar el negocio, su salud estaba deteriorada y la energía ya no era la misma. Según la propia Pacha, Rafael temió que esta jubilación lo aburriera, pero no. Aprovechó sus últimos días para hacer lo que más le gustaba, leer, ver películas, gozar a sus hijos y a sus nietos. De hecho, muchos de sus proyectos quedaron interrumpidos, porque planes tenía para rato. Pero como destaca su mujer, tuvo una vida feliz y alcanzó a dejar los regalos de Navidad de sus nietos comprados y, más importante aún, envueltos como a él le gustaba.