Vivían en Providencia con la calle Lyon y el mayor tesoro de su casa era la bodega. Ahí se almacenaban las docenas de tarros de mermelada, dulce de castaña, membrillo y alcayota con nueces y cáscara de naranja; los huesillos, duraznos al jugo y las peras al almíbar; el manjar blanco que se producía en olla de cobre y la chuchoca, cuya faena requería de personal especial para procesarla. En ese ambiente creció María Victoria Eyzaguirre Sánchez y sus cinco hermanos, en una familia donde la gastronomía era un ritual cotidiano, donde las cuatro comidas del día eran, cada una por separado, una ceremonia que convocaba, donde una mesa bien servida era signo de prosperidad y del amor de la dueña de casa por los suyos.
Fue criada en una época en que la fruta no era un postre digno de servir en la mesa, por lo que el soufflé de manjar, los chimbos falsos o las tostadas de novia coronaban los almuerzos; un tiempo en que se consumían 50 huevos semanales, la fruta, harina y azúcar llegaban en sacos, sólo en la botica era posible conseguir anís y clavo de olor, y la vainilla se traía desde Buenos Aires en tubos de ensayo.
María Victoria asimiló todo eso, lo sumó a su carácter inquieto y perfeccionista y se convirtió en una de las mujeres que mejor cocinaba de la época. Han pasado diez años desde que el cáncer la venció y sin embargo sus recetas siguen vigentes y son su mejor testimonio.
Lo que se hereda…
Para muchos, don Hernán Eyzaguirre Lyon, padre de María Victoria, fue el patriarca de la gastronomía nacional, conocido por ser un destacado cronista y gran renovador de nuestras preparaciones. Regalona y gran admiradora, ella misma en una entrevista al diario El Mercurio en mayo de 2001 lo describió como un gordo maravilloso y gozador. “Fue martillero público y cuando le expropiaron el campo incursionó en el mundo de los hoteles, hasta que decidió cocinar para los pasajeros. Al poco tiempo puso su primer restorán, El Arlequín (1976), y comenzó a investigar sobre la cocina y su historia”. Como resultado, publicó su libro Sabor y Saber de la Cocina Chilena, donde recopiló las aventuras de la cocina nacional desde los tiempos de la Conquista, además de las mejores recetas de platos tradicionales. En sus páginas reveló, por ejemplo, que la repostería chilena fue producto de la lucha contra los araucanos, ya que debido a la Guerra de Arauco, a fines del siglo XVI y comienzos del XVII, muchos jóvenes se fueron a pelear al sur, dejando a las niñas sin candidatos para marido y sin otra opción que los conventos. En 1610 había 80 monjas enclaustradas y en 1647, sólo en el de las Agustinas había más de 400. Todas ellas no tuvieron otra misión que aprender oraciones y hacer dulces, de ahí el término “mano de monja”.
Don Hernán –a quién solían ver a media noche desde la calle Providencia (hacia donde daba la ventana de la cocina de su casa) comiéndose las sobras del día con medio cuerpo dentro del refrigerador–heredó a sus hijos todas estas anécdotas, además del amor por la ceremonia de comer. En esa misma entrevista, María Victoria recordaba que con sus hermanas iban todos los días a almorzar a la casa desde el colegio. “Ahí nos esperaban dos platos, mucho guiso de huevo, como huevos con tostadas fritas con salsa de carne o callampas. Después, carne con papas, arroz o verduras, poco pollo porque había que traerlo del campo y luego venían los postres. Estos se preparaban en base a leche condensada, manjar, yemas o claras. Lo máximo eran unas empanaditas calientes rellenas con crema pastelera. Cuando volvíamos al colegio en el trolley nos íbamos muriendo, muchas veces me quedé dormida en clases”.
Todas esas recetas María Victoria las fue anotando en su cuaderno, con una letra perfecta y una pulcritud única. Todas esas recetas fueron disfrutadas por su familia y amigos años más tarde y causaron furor cuando fueron publicadas en dos libros que editó la revista Carola y que hasta hoy son un verdadero tesoro para sus dueños.
La cocinera
Líder, alegre, organizada y muy sociable, hoy María Victoria tendría 75 años. Pero en los 64 que alcanzó a vivir, le sacó el jugo a cada oportunidad que le dio la vida. Gozaba de sus veranos en Almahue, el campo familiar donde pasaba sus tardes bordando, cosiendo y tejiendo calcetines con rombos, los que luego vendía para recolectar plata para obras sociales. En el colegio Villa María sobresalió como presidente del Centro de Alumnas y, una vez egresada, se casó con su pololo de años, Hernán Vicuña Videla, con quien tuvo dos hijos, Hernán y María José. Durante esos años era la cajera de la tienda Shos, “la” boutique de moda con la que había emprendido su amiga Mónica Comandari.
Sus amigas de la vida, Nelly García y Adriana Zalles, recuerdan que, ante todo, María Victoria era una excelente dueña de casa. “Todavía conservo un cuaderno que ella me regaló donde anotaba el menú semanal y lo que gastaba en cada una de las comidas”, cuenta Adriana. Y Nelly agrega: “Era tan meticulosa, que tenía una libreta donde anotaba qué le daba de comer a sus invitados para no repetir el plato en la siguiente oportunidad. Era fantástica”.
Separada de su primer matrimonio, María Victoria se casó con Sebastián Santa Cruz, otro gourmet de tomo y lomo con quien hizo una gran dupla en la cocina. Su tercer hijo, Juan Diego, cuenta que las mismas tradiciones que ella vivió de niña, las repitió luego en su casa. “Todas las noches comíamos en la mesa, con individuales ingleses, servilletas de género, vino y velas. La comida era sencilla pero muy bien preparada. Clásicos eran los guisos, como los huevos a la tripe, el soufflé de queso, el chupe de tomate o las endivias al roquefort. De postre, el flan de claras o la lunita (o flan de manjar blanco)”.
Amante del queso con mermelada, la torta tres leches del Mozart, fiel a Guayo, el peluquero, hasta sus últimos días, María Victoria nunca viajaba sin su almohada ni su guatero y no se perdía la teleserie brasilera después de almuerzo, siempre acompañada de dos cafecitos y dos cigarros (los únicos del día). Estética hasta la médula, los meses de verano se trasladaba hasta con maceteros con plantas a Zapallar para decorar la casa que arrendaba, su pierna de cordero era famosa (el proceso duraba 24 horas) y todas las mañanas desayunaba en cama té con una gota de leche y tostadas con mermelada.
Aficionada a la ópera, fue Sebastián, su marido, quien la inició en estas artes y su entusiasmo llegó a tal punto que junto a Giselle Theberge, mujer del entonces embajador de Estados Unidos en Chile, fundó los Amigos del Teatro Municipal, institución que presidió entre 1994 y el 2001.
A pesar de sus responsabilidades, nunca abandonó la cocina y en su casa siempre había gente invitada a comer, cosa que no le complicaba para nada. “Llenaba la casa de flores y velas, ponía buena música y la mesa siempre estaba impecable”, cuenta su hija María José.
Pero sin duda la gran fiesta del año era la Navidad. Esta era un verdadero evento. “Eramos un lote enorme de primos y tíos. Ella le tenía regalo a cada uno y se pasaba días preparando todo. Era una fiesta preciosa que quedó grabada en la memoria de todos”, agrega.
Revista Carola
Con todos estos antecedentes, Isabel Margarita Aguirre, directora editorial de revista Carola, decidió llamarla y proponerle que participara en la sección gourmet de la revista entregando sus recetas, las que iban insertas quincenalmente en unos fascículos que podían luego archivarse en un gran libro. Así como lo hicieron Verónica Blackburn, Laura Zegers e Inés Prado, grandes cocineras de la época, durante los años 1988 y 1989 María Victoria publicó sus platos. Como asegura agradecida Isabel Margarita, fue muy generosa, porque donó sin reparos sus mejores preparaciones. “Era gozadora y se adaptó perfectamente a este trabajo, que requería de mucho tiempo y dedicación. Sobre todo recuerdo la pulcritud de sus recetas, perfectamente bien escritas y nunca sobraba ni faltaba ningún ingrediente”.
La elección de María Victoria fue todo un acierto, lo que ratificó el éxito de venta de la revista. Finalmente se publicaron dos libros, uno azul y uno verde, dos ediciones que hoy día muchos añoran, porque son testimonio de un Chile distinto. Un país sin apuro, más casero y menos práctico, pero con tiempo para sentarse a la mesa y conversar sin la presencia de la televisión, los celulares ni tablets. Cocinas donde siempre había un queque, donde el tesoro eran las conservas y los platos de siempre eran las lentejas, los huevos en todas sus versiones y los postres elaborados.