Desde Santiago volamos 1.230 kilómetros al norte de Chile, aterrizamos en el aeropuerto de Calama y de ahí directo, esta vez por tierra, al Explora en San Pedro de Atacama. La excusa en esta ocasión era hacer una travesía única en su clase, diez días y nueve noches que nos llevarían a capturar el espíritu del Altiplano más allá del encanto al que nos tiene acostumbrados San Pedro; la idea era seguir por una ruta que nos trasladaría a cruzar Los Andes hasta pisar territorio argentino.
Al llegar nos encontramos con la arquitectura de Germán del Sol, que busca conservar el espíritu atacameño. Muros macizos, cubiertas livianas, adobe y ese juego de luces y sombras que sorprende a cada hora del día. Como dice su autor: “Tratar de capturar en la obra la levedad y la gracia de una cultura que hace mucho con poco, con más ingenio que medios, y que sobrevive a los cambios por su capacidad de negociar y adaptarse”. Así también podríamos definir el alma de este viaje… adentrarse a un territorio en extremo rudo, donde la naturaleza pone a prueba y lleva a sensaciones inverosímiles.
Los primeros cuatro días son justamente para que el cuerpo pueda aclimatarse poco a poco a las exigencias que va a sufrir en los próximos días. Cruzar Los Andes y llegar a casi 5.000 metros sobre el nivel del mar no es cosa de todos los días. Durante la estadía en Ayllú de Larache, lugar donde se construyó el hotel, visitamos el Valle de la Muerte, donde pudimos sentir y entender la geografía nortina; caminamos seis kilómetros desde Guatín hasta terminar en las Termas de Puritama, la reserva privada del Explora, donde el baño termal alivia y relaja; y pasamos una tarde en el pueblo. La prueba de fuego vino en la jornada siguiente, cuando por programa teníamos un día completo de excursión hacia el Salar de Tara para estar a 4.000 metros de altura. “El cuerpo tiene que prepararse”, dijo Francisco Sánchez, gerente de travesías de Explora. San Pedro está a 2.600 metros de altitud, el primer refugio en la alta montaña está a 4.330 y la cumbre más alta bordea los 5.000 metros; el resto es en descenso, un segundo campamento a 3.900 y cuando lleguemos a la Finca de Rancagua, estaremos tal cual como empezamos.
Alta montaña
Cerca de la frontera con Argentina, pero aún en tierra chilena, nos dejamos envolver por la magia de los salares, esos lagos que se evaporaron muy próximos a los volcanes. Además de las vicuñas y los zorros, disfrutamos de la elegancia y la gracia de los flamencos sobre los espejos de agua. Hay unos agradables 12 grados. Cuando llegamos al primer campamento en el salar El Laco, nos encontramos con un paisaje donde lo único que se observa son montañas y una planicie con cientos de pajonales, arbustos típicos que sólo aparecen cuando ya están sobre los 4.000 metros de altura, en pleno altiplano. En la inmensidad de la nada, seis containers serán nuestro refugio para las bajas temperaturas, que gracias a que estamos en octubre, no superan los 10 grados bajo cero. En pleno invierno bajan a 23 grados bajo cero. Están perfectamente acondicionados. El cielo estrellado afuera, el gélido viento, los juegos de cartas y una buena cazuela preparada por uno de los chefs del hotel que viaja con nosotros, son parte de la agradable experiencia Explora.
Ya en Argentina llegamos a Abra del Acay, un área protegida a exactamente 4.895 metros de altura que es la cuesta más grande de América. Si no hubiera sido por un rústico letrero de madera tallada no lo hubiéramos sabido. En ese lugar, como en muchos de lo que sigue de camino, aparecen paños completos con calcomanías de diferentes partes del mundo, una forma de dejar huella en este indómito paraje. Acá vino la selfie de rigor… todos con gorros de lana, la ropa de alta montaña y una cara que lo decía todo. Estábamos extasiados… aquella panorámica que nos dejaba atónitos, y la misma sinfonía del viento, que parecía música a nuestros oídos. Acá la experiencia es parar, bajar, caminar y sentir la naturaleza en pleno, y ¡cómo nos hacía sentir la falta de aire!
Llegamos al segundo campamento de la travesía, llamado La Quesera, una construcción que homenajea la vida de doña Berta, una argentina que vive con sus once hijas, sus respectivos nietos y más 300 cabras que ordeña a diario. La arquitectura de este lugar es en sí misma un lujo. Cruda y propia del lugar. Es un tambo levantado en piedra, barro, brea y cactus. En su interior, la rusticidad en su máxima expresión. Las camas son catres de campañas y sacos de dormir. Sin embargo tiene esos detalles que nos hace recordar a quién pertenecen. Las mismas almohadas, las pantuflas, las batas y los chocolates…
Seguimos nuestra travesía camino a Salta. La vista es clara y nos muestra por donde vamos a seguir. Es la serpenteante Ruta 40, similar a nuestra Panamericana, una carretera que cruza el norte argentino hasta llegar a Ushuaia con todo aquel submundo que gira alrededor de ella. “Muchas de las personas que viven aquí están subvencionadas por el Estado. No tienen electricidad, pero sí fibra óptica”, cuenta Sánchez. Entre medio aprendimos a ordeñar las cabras. Caminamos también por el río Calchaqui y visitamos un poblado llamado La Poma, totalmente desierto desde la primera mitad del siglo pasado. Algunos aprovecharon de refrescarse en el río y seguimos bajando por la Ruta 40, donde poco a poco el paisaje seco se transforma y golpea con su verdor. Se siente la influencia del Atlántico y la humedad del Amazonas. Las lluvias tropicales son el pan de cada día. De diciembre a marzo no se puede cruzar por el invierno altiplánico ni hacer esta travesía a Salta. Se cortan los caminos por las inundaciones.
Llegamos a la Finca de Rancagua. En este sitio nos quedamos tres noches, un hospedaje menos extremo que los anteriores. Estamos cerca de Cachi, un símil de San Pedro de Atacama en los años 60. Un full day es lo que viene al día siguiente, con un almuerzo en la mitad de la nada. Los volcanes Gemelos y el Puente del Diablo, donde hay una caverna de más de 100 metros, fueron testigos de un asado que sin duda quedará en la memoria como uno de los mejores. Cabrito, cordero y mucho vino, acá ya no afecta tanto la altura. Luego sólo existen tres opciones, seguir caminando o una buena siesta en la plaza de Cachi, o simplemente relajarse en uno de sus tantos bares tomando un clásico fernet y comiendo una empanada salteña. Y para los más intrépidos seguir la caminata, ésta vez con los talabarteros y tal vez llevarse una cartera o una billetera.
El último día fue con un asado en la misma hacienda, con absolutamente todos los que participaron de esta travesía, huéspedes, capataz, nanas, chófer, guías. La camaradería, la buena comida y la cultura se vivencia en el quincho y marca el desenlace de la ruta. Como dice Francisco, “lo único estructurado que hay en esta travesía, única en el mundo, es seguir un itinerario de alojamiento, pero lo que va a ocurrir durante el día no se sabe… Si aparece un puma, que dicen hay, nos vamos a quedar viéndolo”. De ahí sólo faltaba el camino al aeropuerto de Salta.